
Granos de maíz desprendidos de mazorca recién cosechada. (Foto: Pixabay/Couler)

¿Qué debería decirles?...
Quisiera empezar agradeciendo a Dios por el llamado que me ha hecho a la vida consagrada indígena y decir que la vocación es un misterio de amor, especialmente para una misión desarrollada desde aquí, la Congregación Ayllu Guadalupepac Misioneracuna.
Cuando ingresé a la comunidad desperté al valor profundo y significativo que tiene el ser runa (indígena de los Andes) en valores, principios, tradiciones, costumbres y en la vida. Para mí fue un renacer y lo sigue siendo en cada proceso de mi formación.
El tener raíces indígenas y no haber vivido una vida relacionada con ellas te duele. Digo con dolor que no puedo desenvolverme en mi lengua materna, que es el kichwa; no sé de ganadería ni de agricultura, utilizo muy poco mi vestimenta originaria y no sé relacionarme con la creación. Como muchos jóvenes indígenas, crecí creyendo que alejarse de las raíces era el camino para una 'vida digna', atrapada en un sistema que nos pide adaptarnos pero rara vez nos acoge.
Sin embargo, Dios, que camina en la historia, siempre nos da oportunidades para regresar, para reconciliarnos con lo que somos.
Partiendo de esta realidad —y reconociendo la vida equilibrada y armoniosa que nuestros pueblos ancestrales mantienen con el cosmos, tal como Dios manda a vivir en relación con lo creado— deseo contar una experiencia que, personalmente, me entusiasma a seguir fortaleciendo mi identidad desde lo cotidiano. De ahí el título de este texto.
"Yo sigo aprendiendo a hablar con las plantas… y también a hablar conmigo misma en mi lengua ancestral. Ojalá más jóvenes puedan sembrarse de nuevo, en su tierra, en su fe, en su identidad ancestral": Hna. Jenny Castañeda
Una tarde durante vísperas, estando todas en la capilla, la hermana responsable de animar la oración pidió que saliéramos en busca de una mazorca de maíz de las que se habían cosechado en ese año para dar gracias a Dios. Al regresar, observé las mazorcas de mis hermanas todas grandes con un color amarillo intenso. En cambio, yo había elegido la mazorca más pequeña, que tenía parte de sus granos podridos. Y dije: "¿Por qué no agradecer a Dios también por la pequeñez?". Cada una hizo su oración y reflexión, y colocamos la mazorca frente al altar, como una ofrenda.
Al día siguiente fui a la capilla, tomé mi pequeño maíz, saqué cuatro granos: dos buenos y dos dañados, y los sembré cerca del sagrario, en un pequeño espacio donde tenemos plantas. Sembré dos granos a un lado y dos al otro, queriendo experimentar dos cosas: el tiempo que tardan en brotar y si el grano podrido también germina (fue mi primera vez sembrando desde mi propia iniciativa),
A la semana brotaron los granos. ¡Qué lindo ver cómo nace algo que tú sembraste! Mis ojos contemplaron por varios minutos la maravilla de la vida. Vi que los granos podridos crecieron, que el mal solo estaba en la cáscara y no en su interior. Esta experiencia me llevó a reflexionar sobre la igualdad de todos nosotros ante los ojos de Dios y a entender que si nos dejamos 'sembrar' germinaremos, brotaremos y daremos frutos. No podemos quedarnos en la indignación de sabernos pecadores; eso solo es la cáscara. Si aceptamos que nuestra fragilidad necesita ser moldeada por el Creador, podremos dar vida y vida en abundancia.
Luego de dos días salí de misión junto a otra hermana; yo iba contenta porque amo la misión. Regresamos al convento dos semanas después, sin pensar en nada más que ir a la capilla y agradecerle al Señor por la misión. Al llegar abrí la puerta y ví que en el sitio donde mi maíz empezaba a brotar habían colocado encima una masa de hierba. Pensé: "Seguro las hermanas no se dieron cuenta". Me acerqué, puse la hierba a un lado y viví un momento que no hubiera creído que nacería tan pronto de mí.
Sí, hablé con la planta.
Le pedí disculpas por no haber estado atenta y no haberla podido cuidar. Estaba doblada por el peso de hierba que llevaba encima. Le pedí que fuera valiente, que continuara su proceso y que creciera. Le agradecí por estar viva, y terminé diciéndole que estaba wapa (hermosa).
Tal vez la planta no necesitaba mis palabras, pero sí mi presencia. Esta experiencia fue algo simple: entendí que mi identidad indígena herida, al igual que la planta, no necesitaba perfección, sino reconocimiento. Necesitaba que me acercara sin miedo, con humildad, a lo que soy.
Recordé entonces las enseñanzas de los abuelos y abuelas de nuestros pueblos, que nos invitan a vivir en equilibrio con el cosmos. Esa planta y yo estábamos empezando a sanar juntas.
En cierto momento pensé que podrían sonar exageradas mis palabras al hablar de mi verdad, pero es mi realidad. Y no es solo mía, sino de la de muchos jóvenes indígenas que buscan, de alguna manera, ser parte del sistema global pensando que es la mejor opción, pero terminan desconectados de sus raíces, de su historia, de su pueblo, de su tierra.
Si uno desea y busca resurgir, Dios está ahí en el caminar diario, donde nos va enseñando a través de las experiencias de la vida. Dios nos va formando siempre y cuando uno esté dispuesto a crecer.
Yo sigo aprendiendo a hablar con las plantas… y también a hablar conmigo misma en mi lengua ancestral. Ojalá más jóvenes puedan sembrarse de nuevo, en su tierra, en su fe, en su identidad ancestral.