Monseñor Robert Francis Prevost Martínez, entonces obispo de Chiclayo, Perú, visita a la comunidad agustina en New Lenox, Illinois, en 2022. (Foto: cortesía Amaya Hernandez, OSA)
Cuando pienso en el papa León XIV necesito tiempo aún para procesar lo que ha ocurrido en las últimas semanas. Ciertamente, si me remonto a un pasado más lejano, puedo recordarle como padre general de la Orden de San Agustín durante su entrañable visita a nuestra comunidad en España, cuando un pequeño grupo de hermanas comenzábamos una nueva andadura en la diócesis de Palencia.
Recuerdo su puntualidad: ni un minuto antes ni después, tras viajar solo durante tres horas para encontrarse con nosotras. Nos dedicó una mañana entera de escucha sobre lo que entonces eran nuestras inquietudes, proyectos, anhelos, dificultades, en el intento de escuchar la voz del Espíritu Santo y ser fieles a esa llamada dentro del carisma agustiniano. Sus sabios consejos, su mente abierta, su sencillez y cordialidad, su capacidad de escucha y su apoyo firme en nuestros inicios mostraban la humildad de un pastor que sabe cómo acompañar y alentar siempre.
También disfrutamos de otros momentos de diálogo y fiesta por su visita con todas las hermanas. Todo eso me emocionó profundamente.
Aunque estábamos insertas en nuestra Iglesia diocesana, nos sentíamos profundamente vinculadas a los lazos de la familia agustiniana, que buscaba siempre la unidad. El padre Robert, como solíamos llamarlo, era signo visible y promotor de esa unidad entre las comunidades por las que se preocupaba.
Recuerdo una ocasión en que dos hermanas asistimos a un encuentro de la orden en Inglaterra, AYE 2010 (Augustinian Youth Encounter), donde pudimos conocer a jóvenes y miembros de todo el mundo. Antes de empezar una de las sesiones, al entrar al lugar del encuentro, se acercó a nosotras y se sentó a nuestro lado. No sabíamos mucho inglés y él tuvo la deferencia de hablarnos en español y quedarse con nosotras. Su cercanía y sencillez llamaban la atención.
"No podría describirle de otra manera, sino como un hermano que ha sido consejero y pastor, y ha acompañado nuestros pasos, como lo hacía con todos aquellos que Dios ponía en su camino": Hna. Amaya Hernández sobre el papa León XIV
Viene también a mi memoria otro momento importante de nuestra historia, cuando un grupo de hermanas nos preparábamos para partir al Perú. Tras la decisión de responder a la llamada de la orden para revitalizar una comunidad en Lima, y tan solo unos meses antes de nuestra partida, él fue nombrado obispo de Chiclayo. Fue otro modo de percibir la providencia de Dios, a través de su servicio a la Iglesia allí donde era enviado.
No podría describirle de otra manera, sino como un hermano que ha sido consejero y pastor, y ha acompañado nuestros pasos, como lo hacía con todos aquellos que Dios ponía en su camino o bajo su custodia. Su presencia siempre nos animaba a vivir la misma llamada que nos unía, esa búsqueda de Dios desde la espiritualidad agustiniana. En él he visto siempre una gran coherencia evangélica, vivida desde la humildad que le caracteriza.
Un último momento crucial de mediación para nosotras, que también viví en primera persona, fue cuando llevábamos apenas dos años de andadura en Perú. Tuvimos una visita en la que él fue mediador de una nueva petición, un nuevo reto para nuestras comunidades en España y Perú: un desarraigo mayor para ir a una comunidad de la orden en Estados Unidos (EE. UU.) que estaba necesitada. Para nosotras fue claramente la voz de Dios hablándonos una vez más. Él conocía muy bien a estas hermanas que llevaban tantos años en ese país norteamericano.
Esta comunidad de Agustinas de Nuestra Madre del Buen Consejo, que vive actualmente en New Lenox, Illinois, EE. UU., conoció al actual papa León XIV cuando él era seminarista, en Holland, Míchigan. Desde su fundación en 1968, por petición de la orden, la comunidad ha estado siempre vinculada a la provincia del Midwest en Chicago. Ellas cuentan que el joven seminarista les llevaba el correo todos los días y que admiraban los años que dedicó a la misión que la provincia tenía en Perú.
El padre Robert las acompañó en muchos momentos difíciles, cuando había que tomar decisiones y él era prior general de la orden. También estuvo presente en momentos alegres y de celebración, como en su 50.º aniversario de fundación. Nunca faltó a una visita cada vez que volvía a su ciudad. Al igual que con los hermanos, se acercaba a celebrar la eucaristía y compartía la mesa con ellas, incluso siendo ya obispo y después cardenal. Siempre ha sido un hermano sencillo y cercano que busca la presencia de los suyos para pasar tiempo juntos y alentarse mutuamente en la fidelidad a vivir el Evangelio.
Para ellas, la presencia de este hermano —que ahora se ha convertido en el papa León XIV— en tantos momentos de su recorrido, ha sido de un valor incalculable. Sobre esta nueva misión que ha cambiado su vida por completo, al servicio de la Iglesia universal y en respuesta a la voz del Espíritu Santo, ellas solo tienen gratitud en el corazón y la ofrenda de su constante intercesión por él y su nuevo ministerio.
Las primeras palabras del padre Robert dirigidas a todo el mundo desde el balcón del Vaticano, ratificaron lo que he conocido de él personalmente y lo que dan testimonio estas hermanas, con quienes comparto la vida. Ese es él: un portador de la paz que no viene del mundo, sino de Dios. Es un mediador de unidad, que nos anima a buscar lo que nos une y a poner en segundo plano lo que nos separa. Es un creador de puentes, que construye a través de la escucha que nos ayuda a comprender, del diálogo que nos permite buscar juntos la verdad, y del encuentro, donde podemos reconocer la riqueza que aportan los demás y así caminar unidos.
¡Ojalá pueda seguir alentando nuestros pasos para ser fieles a la llamada a la unidad y a lo que Dios nos pida hasta el final de nuestros días!
Que Dios le bendiga y acompañe en su nueva misión y que su vida impulse a muchos a vivir en la sencillez y coherencia que siempre hemos visto en él.