
Pentecostés (detalle), pintor desconocido del siglo XVI en Portugal, entre 1540 y 1550. (Foto: Wikimedia Commons/obra de dominio público)

A veces nos aferramos con fuerza a lo que nos resulta seguro, familiar o cómodo, pero la vida nos llama a soltar, a confiar y a dejar espacio para algo nuevo. Al pasar de la fiesta de la Ascensión del Señor al Pentecostés, se nos recuerda que incluso cuando no siempre entendemos esos movimientos, el Espíritu Santo viene y susurra suavemente a nuestros corazones.
En mayo invitamos a nuestros panelistas de La Vida a reflexionar sobre la pregunta: ¿Cuándo has tenido un 'momento' de Ascensión o Pentecostés en el que tuviste que dejar de aferrarte y soltarte? ¿Cómo se te manifestó el Espíritu Santo?
La Vida, testimonios de la vida consagrada
Amaya Hernández, originaria de Madrid, España, forma parte de la Orden de San Agustín desde 1988, sirviendo en diversas comunidades en su país natal y también en Perú y EE. UU., donde reside actualmente. Durante algún tiempo, en su comunidad en España, estuvo dedicada a la acogida de peregrinos en el Camino de Santiago y a realizar actividades artísticas como pintar y trabajar la madera.
Llevo tiempo pensando en cómo responder a esta pregunta y hoy, durante la Octava de Pascua, la Palabra de Dios me ha dado la respuesta. En los textos del día leo cómo el Espíritu Santo actúa a través de Pedro, haciendo que sus palabras traspasen el corazón de muchos. También María Magdalena, al encontrarse con Jesús resucitado y escuchar su nombre, se abre a una nueva dimensión de su presencia. Ambos pasajes me traen a la memoria una experiencia propia de este tiempo pascual en el que Jesús deja lo temporal que abrazó en la encarnación y se manifiesta en múltiples y diversos modos a través de la acción del Espíritu.
Hoy es el aniversario de la muerte de mi madre, que sucedió también en una Octava de Pascua, hace 33 años. Su muerte fue una experiencia muy dura de mi juventud, siendo profesa de votos temporales. Al drama de descubrir que ella tenía un cáncer con metástasis ya avanzada, justo dos meses antes, se añadía la confluencia en el hospital de mi hermana menor, que se había sometido a dos operaciones muy delicadas de escoliosis y llevaba más de un mes ingresada. El mismo día que a mi hermana le daban de alta mi madre falleció, sin tener fuerzas para afrontar tal pérdida al inicio de un largo camino de recuperación.
Aquella Pascua sentí que la palabra que Jesús dirigía a María Magdalena era para mí. Dios me pedía no aferrarme a la vida, ni a la de mi madre ni a la de nadie, porque toda vida es un don que recibimos y no nos pertenece. Esa experiencia me hizo entender que la vida es una peregrinación, que aquí estamos de paso y que tras el umbral de la muerte nos espera esa nueva dimensión de la vida plena en Dios.
Muchos años después, una nueva luz, en este tiempo pascual, me hizo pensar en el sentido de la Ascensión de Jesús y en Pentecostés, que para mí siempre han estado unidos. La presencia de Jesús desde la encarnación, limitada en el tiempo y el espacio, se convierte, tras la Ascensión y Pentecostés, en asistencia incondicional a su Iglesia a través del Espíritu Santo y presencia continua en la historia hasta el fin del mundo.

Camino de Santiago. (Foto: Pixabay/Xtberlin
Hoy puedo decir que en cada Pascua, sintiéndome peregrina hacia la casa del Padre, sigo escuchando mi nombre pronunciado por Jesús. Sus palabras son una constante invitación a abrazar la vida que se me ha dado sin aferrarme a ella y a soltar todo aquello, insignificante o digno de ser considerado que no me ayuda a amar hasta el extremo como Él lo hizo. Solo en esa libertad puedo volver a mis hermanos para anunciarles que Él nos espera, y con ellos seguir caminando.
"Sigo escuchando mi nombre pronunciado por Jesús. Sus palabras son una invitación a abrazar la vida que se me ha dado sin aferrarme a ella y a soltar todo lo que no me ayuda a amar hasta el extremo como Él lo hizo": Hna. Amaya Hernández
Carolina Rivera, nacida en Honduras y la menor de 13 hermanos, es miembro de las Hermanas Misioneras de Marilam (María de las Américas), fundada en 1985 por monseñor Marcelo Gérin en la diócesis de Choluteca. Su apostolado se centra en la actividad y animación misionera, impulsando la conciencia del compromiso misional del pueblo de Dios. Actualmente lidera la animación vocacional y es miembro activo de un equipo de comunicación digital en su congregación. Inquieta y creativa, le apasionan el reciclaje, la escritura, la creación de contenido digital y la repostería, así como la cocina en general.
En mi vida personal he pasado momentos en los que he experimentado altibajos. En una época de mi vida, de los 13 a los 23 años, sentía que mi vida ya no tenía sentido. Personas muy importantes en mi historia se alejaron, dejando un profundo vacío. Era como si algo se desprendiera de mí, provocando soledad, desesperación y ansiedad. Me encontraba en un callejón sin salida y aferrándome a lo que ya no era posible sostener.
Pero en la vida siempre hay personas que con su testimonio muestran que siempre debe haber esperanza, y la palabra de Dios nos ayuda a escalar hacia delante. Y es que en esta experiencia me sentí acompañada por los discípulos de Jesús porque —al igual que a ellos durante la escena de la Ascensión— me costaba comprender por qué Jesús tenía que 'marcharse'.
Sentía el deseo de detenerme en mi camino, quería que todo siguiera igual, que caminara como antes, y claro, todo se me presentaba como una seguridad interior y exterior. No quería salir de mi zona de confort.
Pero entonces llegó la presencia del Señor, invitándome a soltar, a dejar ir, a aceptar que esas personas, aunque valiosas, ya no formaban parte de mi vida. Ahora debía confiar y crear en mí una nueva seguridad, hacer silencio y esperar de manera activa, luchando con mis limitaciones, pero con esperanza. Como me dijo una hermana de comunidad, cuando se suelta algo importante —una persona, un sueño, una etapa— se pasa por un proceso de duelo necesario para poder sanar: sentir soledad, miedo, angustia, vacíos.
Y en ese espacio de aparente vacío se fue formando una nueva vida. El Espíritu Santo vino como una brisa suave a transformar mi corazón, impulsándome hacia una nueva vida de valentía y depositando en mí una fuerza interior que no dependía de mis capacidades humanas, sino de la presencia viva de Dios.
Reconozco esta fuerza como una invitación a aprender a soltar, porque soltar no significa perder, sino abrirnos a algo nuevo que Dios nos quiere regalar. Muchas veces aferrarnos a lo conocido nos limita a ver nuevos horizontes.

Pese a la sequía, florece. (Foto: Pixabay)
El Espíritu Santo me mostró que cuando dejo de mirar hacia el pasado con nostalgia, puedo contemplar el presente con esperanza. Hoy reconozco que lo que viví en esta etapa de mi vida fue en realidad una puerta abierta con muchas oportunidades. Al soltar, Dios me regaló la plenitud de su Espíritu: me ha hecho su morada, y el infinito ha entrado en mi pequeñez.
"El Espíritu Santo me mostró que cuando dejo de mirar hacia el pasado con nostalgia, puedo contemplar el presente con esperanza": Hna. Carolina Rivera
Helga Leija es una traductora titulada y con experiencia que pertenece al Monasterio de las hermanas Benedictinas del Monte Santa Escolástica en Atchison, Kansas, Estados Unidos. Se unió a Global Sisters Report como enlace para los asuntos en español en julio del 2022, y en julio de 2023 fue nombrada editora de columnas. Obtuvo una licenciatura en Estudios de Traducción de la Universidad de Texas en Brownsville y una maestría en Estudios Religiosos de la Universidad del Verbo Encarnado. Se ha desempeñado como maestra de preescolar, primaria y secundaria en aulas bilingües y de lenguaje dual. Es voluntaria de Traductores sin Fronteras. Le gusta escribir y pintar acuarelas y cocinar comida mexicana.
Mi momento de Ascensión fue cuando pedí la exclaustración. Al igual que los discípulos que se quedaron mirando el cielo sin saber qué hacer, así me sentí yo al pedir un tiempo fuera de la congregación para discernir lo que debía hacer con mi vida. Me encontraba en un momento de mucha vulnerabilidad al no estar completamente segura de lo que quería o necesitaba. Lo que sí sabía era que algo dentro de mí me pedía silencio, espacio y discernimiento. Al no conocer a nadie que hubiese pasado por la exclaustración, sentía mucha confusión, ansiedad y miedo.
Principalmente temía que me juzgaran por falta de fidelidad. Temía esa arma que puede ser tan poderosa: la lengua. Me desesperaba mucho ver que las cosas estaban más allá de lo que yo podía controlar. Todo lo que conocía y entendía, simplemente desapareció de un día para otro, junto con las personas a cuyo lado había caminado por tantos años. Entonces, me aferré a lo que pude: la oración, la dirección espiritual, la búsqueda de lo que Dios quería para mi vida.

Capilla de Santa Escolástica, Monasterio Benedictino de Santa Escolástica en Atchison, Kansas, EE. UU. (Foto: Helga Leija)
Y en medio de todo ese caos interior aprendí a soltar, no por valiente, sino porque no me quedaba de otra. Y el Espíritu Santo, que sopla por donde quiere, me condujo al Monasterio Benedictino del Monte Santa Escolástica, donde ahora soy profesa. Como los discípulos en Pentecostés, descubrí que lo que parecía el final, era el comienzo de algo nuevo. Y doy a Dios las gracias.
"Mi momento de Ascensión fue cuando pedí la exclaustración. Al igual que los discípulos que se quedaron mirando el cielo sin saber qué hacer, así me sentí yo al pedir un tiempo fuera de la congregación para discernir lo que debía hacer con mi vida": Hna. Helga Leija
Nubia Celis, miembro de la Fraternidad Misionera Verbum Dei, es originaria de Colombia y reside en México. Hace 34 años ingresó a su comunidad, donde se ha formado en filosofía y teología en Guadalajara, México, y obtuvo una licenciatura en Teología Dogmática en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma en 2002. Ha enseñado teología en universidades de Guadalajara, México, el Instituto San Pablo Apóstol en Madrid, y el Seminario Mayor de Bucaramanga, Colombia. Desde hace 12 años evangeliza a través de redes sociales, música y pastoral universitaria, y coordina escuelas de oración junto a la familia carismática de Verbum Dei.
Una hermana de comunidad solía repetir: "Cuando todo va mal, todo va bien. Con Jesús se sube bajando y se baja subiendo". Las frases sonaban bien y me llamaban la atención, pues me hablaban de fe y perseverancia, más aún tratándose de quien venían: ella, mi hermana, había superado un cáncer agresivo, que no cualquiera hubiera podido soportar, con una sonrisa en los labios y una mirada brillante que daba envidia.
Subir y bajar parece ser la coreografía de la vida espiritual; es como una danza en la que cada paso marca el ritmo y la intensidad del siguiente. Es el ritmo y la intensidad que contemplo en la vida interior y exterior de la Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo). El Hijo bajó y vivió entre nosotros (Jn 1,14), luego subió al cielo (Lc 24, 50-53); primero se despojó de su divinidad, después, de su humanidad y todo lo que amó en esta tierra. El Espíritu Santo bajó también; bajó, se posó y entró en la vida de los discípulos (Hch 2; Rom 5, 5), adentrándolos en la danza de una Iglesia enteramente misionera, llena de grandes desafíos.
Todo esto me lleva a orar mi propia coreografía espiritual: subir y bajar ha ido marcando el proceso de mi vida misionera. Desde la pandemia, por ejemplo, he pasado por todo un proceso de duelos (pérdida de seres queridos, cuatro cirugías complicadas, inestabilidad comunitaria y discernimientos propios y de personas del apostolado) que me han 'obligado' a bajar, soltar, perder, llorar, esperar; pero esos duelos, al mismo tiempo, han sido peldaños para subir, aprender, persistir, reír, atesorar y vencer.
Al bajar no se siente 'bonito' ni se ve la ganancia; más bien, todo parece ser pérdida, disminución y fracaso. Acompañar a mi cuñado y a mi madrecita en sus últimos días de vida, con todo lo que implicaba, en medio de la incertidumbre y la tensión de tener que enfrentar el sistema público de salud, significaba vivir un día a la vez. Recuerdo que mi cirujano me decía: "Prepárate para el impacto psicológico que te van a ocasionar estas cirugías".
Ahora, pasados unos meses, me pregunto ¿qué me ayudó a vivir cada 'bajonazo en subida'?, ¿cómo pude ser apoyo emocional y espiritual para mi familia? y ¿qué hizo que el impacto negativo del que me hablaba mi cirujano se convirtiera, más bien, en un deseo profundo de acción de gracias?

Una vista al mar desde Portocolm, Mallorca, España. (Foto: Magda Bennásar)
¡Qué consolador es descubrir que fueron esos momentos de diálogo amoroso con Dios los que me hicieron soltar para abrazar, subir para bajar! La oración fue para mí una fragua donde todo dolor se transformaba en acción de gracias. Él, por su infinita misericordia, me concedió probar, tan siquiera un poquito lo que significan estas dos grandes fiestas de la Ascensión y Pentecostés. Mi vida misionera es subir como Jesús, bajar como el Espíritu, danzando al ritmo de su Vida-Amor, para que se siga encarnando y manifestando al mundo.
"¡Qué consolador es descubrir que esos momentos de diálogo amoroso con Dios me hicieron soltar para abrazar, subir para bajar! La oración fue para mí una fragua donde todo dolor se transformaba en acción de gracias": Hna. Nubia Celis