Una hermana agustina del Monasterio de la Conversión toca el shofar al inicio del oratorio en Sotillo de la Adrada, España. (Foto: cortesía Monasterio de la Conversión)

Los símbolos tienen una potencia explicativa que trasciende la sola razón. Y no solo eso: además de explicar, los símbolos ejercen en algunos un efecto transformador. El símbolo puede cambiarnos la vida, porque nos hace ver lo que no veíamos, nos hace vivir lo que no alcanzábamos por nosotros mismos y nos da una fuerza y una luz generadoras de nuevos caminos.
Lo confirmé de nuevo la otra tarde, cuando la pequeña iglesia de mi monasterio se llenó de espectadores —la mayoría no consagrados— que venían a ver un 'oratorio'; es decir, una forma de música sacra presentada como concierto que narra una historia de contenido espiritual.
"Hace más de un año estaba sentado con madre Carolina y madre Prado en el muro que rodea la cruz del monasterio y hablábamos de cómo podríamos contar esta historia de amor", explicó Marcelo Broncetti, compositor del oratorio El Santo Viaje, al presentar la obra al público. Desde que conoció nuestra vida contemplativa, Marcelo está convencido de que nuestra vocación y el camino recorrido hasta concretarla en la fundación de nuestra comunidad, constituyen una verdadera historia de amor entre Dios y nosotras que merece la pena ser contada a muchos.
El esquema era sencillo: el oratorio constaba de nueve canciones, ensambladas por un hilo argumental leído por una narradora. Las canciones recorrían la historia de la fundación de nuestra comunidad y, a la vez, recogían los puntos fundamentales de nuestro carisma y forma de vida. Lo llevaba a cabo un coro de amigos aficionados a la música y, sin embargo, verdaderos artistas: Marcelo, compositor y pianista, y Tina, su esposa, que es médico, violinista, madre y abuela.
"Las hermanas de vida contemplativa somos símbolo que no solo indica el lugar propio del corazón humano, sino que abre un espacio único para reconocerlo y adherirse a Él": Hna. Begoña Costillo
El público esperaba en silencio el comienzo del oratorio, cuando una de mis hermanas salió al centro de la escena y soplando un cuerno de carnero produjo un sonido que parecía llegar desde tiempos arcanos. Era el shofar, un instrumento propio de la antigua liturgia judía utilizado, entre otras cosas, para despertar al ser humano del letargo espiritual en el que vive y hacerlo volver hacia dentro de sí mismo, hacia el lugar interior en el que puede escuchar la voz de Dios.
El sonido de dicho instrumento vino seguido de un magnífico comienzo: "En un tiempo lejano, la Voz del Shofar le llamó por su nombre: se levantó y descubrió que el Universo no estaba delante de sus ojos sino alrededor de su ser…".
Aquellas palabras hacían referencia a la llamada que vivió nuestra primera hermana, fundadora de la comunidad. Sin embargo, los espectadores podían percibir, de algún modo difícil de explicar, un eco que llegaba también al centro de sus vidas. Escuchar nuestro nombre propio en lo profundo del corazón, sabernos llamados, mirados, elegidos, tocar la infinitud del universo y sentirnos parte de él… son experiencias que hablan de una sed que todos compartimos, aunque el ajetreo y la distracción de nuestra vida nos hagan a veces olvidarla.
A partir de aquí, el oratorio se convertía en un espejo para todo aquel que quisiera dejarse llevar por su significado esencial. No contaba solo nuestra historia particular, sino que en ella cada uno podría ver reflejado su propio camino interior: el origen y la meta de la existencia y el camino único y misterioso que nos lleva de uno a otro punto. Para verlo era necesario obedecer la voz del shofar que en la primera canción decía: "Despiértate, tú que duermes en la noche sin amanecer ni refugio de esa Soledad que en ti desea el Amor".
Todo el oratorio era una explicación de la inquietud del corazón del ser humano. Y por eso, la historia se volvía símbolo; es decir, vínculo con la biografía de quienes contemplaban. Porque monjes o no, solteros o casados, aún jóvenes o ya añosos, cada persona de este mundo lleva en su ADN la imagen de su hacedor y, con ella, el deseo irrenunciable de vivir en su presencia, de verle y de entrar en relación con Él.
Era fácil para los espectadores, entonces, sentirse interpelados por el recorrido de la obra que explicaba cómo el tiempo de la vida es un "camino hacia la tierra prometida", en el que necesitamos la guía de una estrella: "Ella indicará tu nombre, síguela, te enseña el camino". Y que al final del sendero cada uno podrá decir, como cantaba la solista principal: "Correré hacia Ti, con todas las heridas, los pies ya cansados de todos mis pecados; pero sé que me esperas, desde hace mucho tiempo y me abrazarás como nunca había esperado".
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Es este el secreto del estupor y la dicha que experimentan los que pasan por el monasterio y comparten algo de nuestra vida. Nosotras no hacemos más que vivir con intensidad este significado esencial de la existencia humana.
Tienen vocaciones distintas a la nuestra, pero al entrar en contacto con el silencio, la belleza de la música en la liturgia, el abrazo de la naturaleza, la calidez de la fraternidad o la sencillez de nuestro trabajo manual, los que nos visitan se sienten alcanzados por una verdad que les pertenece: que están hechos para vivir en esa esencialidad y que más allá de las cosas que ocupan su tiempo y su esfuerzo en lo cotidiano, hay una Presencia incondicional e infinita que a todo otorga sentido y consistencia, porque su Amor es el todo del que tenemos sed.
Por eso, a menudo somos testigos de cómo, tras unos días en el monasterio, la gente vuelve a su casa con otra cara y otro ánimo, caminando seguros en el abrazo de Dios en quien pueden apoyarse de nuevo. Y así, cualquier circunstancia que viven —incluso la más dolorosa— se transforma en camino hacia Dios, en posibilidad de encuentro con Cristo, de conversión personal, de comunión con los hermanos.
Nuestra vida simple y a veces escondida es un faro en el monte de la ciudad. Como aquel oratorio, las hermanas de vida contemplativa somos símbolo que no solo indica el lugar propio del corazón humano, sino que abre un espacio único para reconocerlo y adherirse a Él y gustar, entonces, de la plenitud que corresponde totalmente a nuestro deseo. Y nos hace cantar: "Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti". (San Agustín, Confesiones 1, 1).