El papa Francisco (†) comparte un momento de silencio con los miembros de la asamblea del Sínodo de los Obispos al final de una oración por los migrantes y refugiados en la Plaza de San Pedro del Vaticano el 19 de octubre de 2023. El servicio tuvo lugar delante de Angels Unawares, una escultura del canadiense Timothy Schmalz, que representa una barca con 140 figuras de migrantes de varios periodos históricos y varias naciones. (Foto: CNS/Lola Gómez)
Un día, hace muchos años, un hombre bueno, responsable de una gran casa, la soñó con las ventanas y puertas abiertas a todos y al Espíritu de Dios. Y así lo propuso a quienes trabajaban con él.
El buen hombre murió, y solo se abrieron un poquito las ventanas. Pero el miedo, las normas que cerraban el corazón y las tradiciones antiguas y paralizantes olvidaron el fin: que la casa estuviera siempre abierta.
En este nuevo siglo llegó un gran hombre que venía del fin del mundo. Él sabía por su propia experiencia lo que se siente ser ignorado por quienes tienen el poder.
Cuando llegó a esta gran casa, de golpe abrió puertas y ventanas. Tiró fuera los cortinados pesados. El sol iluminó repentinamente todos los rincones y encontró suciedad, secretos escondidos, recibos de favores.
Se dio cuenta de que faltaban personas. Y, por sobre todo, el Espíritu no había podido encontrar las imágenes del Padre y del Hijo.
Y arremetió con todo: tiró por la ventana las mentiras, los favores, las tradiciones de los hombres, las amenazas del infierno. Limpió las paredes de mensajes de odio y olvido. Barrió el polvo que impedía respirar y alzar la voz en favor de otros.
Y comenzaron a entrar los verdaderos dueños de la casa: pobres, enfermos, encarcelados, pecadores, niños, mujeres, extranjeros, personas de otras religiones. Es decir, entramos nosotros mismos, porque todos estamos presentes en esas categorías.
"Gracias Francisco por ser aire fresco, renovado, verdadero y fraterno. Seguiremos rezando por ti y por nosotros, para que esta experiencia de fraternidad universal no se apague nuevamente": Hna. María Baffundo
Y nos reencontramos y reconocimos como Fratelli Tutti. Pudimos abrazarnos, y sentimos que la esperanza volvía a encenderse en nuestros corazones.
Estábamos allí personas de todas las naciones, de todos los géneros y pensamientos políticos, vestidos de formas diversas, y con expresiones religiosas particulares. En fin, estábamos todos.
Lo mejor que nos sucedió al escuchar hablar a este gran hombre fue que dejamos de defendernos de los demás. Aprendimos a estar cerca, sin divisiones. Y al mirarnos a los ojos encontramos la verdad: en ellos vimos el rostro del Padre, del mismo Padre, porque todos, sin excepción somos Hijos suyos. La alegría de la fraternidad retornó, y con ella la vida.
Allí estaban las raíces de la humanidad soñada por Dios. Allí nos dimos cuenta del tiempo perdido y del tiempo que tenemos hoy en nuestras manos para reconstruir.
Una vez en el siglo XIII, Francisco, un pequeño hermano, recibió esta misión: "Francisco repara mi Iglesia". Y esas palabras resonaron en el corazón de este gran hombre que asumió el cuidado de la gran casa. Y porque solos no podemos hacer nada, sumó a todos a esta misión. Retomó la sinodalidad de las primeras comunidades cristianas, donde todo se dialogaba y decidía en conjunto.
El cuidado de la gran casa no solo se refiere a paredes o estructuras. Es ese espacio dónde la vida crece y se desarrolla. Es la tierra, el aire que respiramos, las manos que nos dan alimento, la belleza de la naturaleza que alimenta los sentidos, el agua que nos purifica, la muerte que nos hermana. Y juntos volvimos a cantar: "¡Laudato Si’!".
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Nosotras, mujeres, en esta nueva casa, salimos de los rincones oscuros. Los testimonios de entrega, de escucha, de gestar vida, de acompañar vulnerabilidades, de mantenernos en pie para sostener a otros, de continuar siendo el alma de las comunidades, fueron reconocidos y valorados.
Sobre todo, quienes optamos por seguir a Jesús más de cerca, recibimos la renovación de la misión de estar al servicio de toda forma de vida. Y fuimos llamadas a ser protagonistas de esta reconstrucción. Porque es bien sabido que tantos 'ministros' se perdieron en el camino creyendo que la reconstrucción se realizaba con más poder, más dinero, más honores y más leyes que controlan a los demás.
Hoy, este gran hombre —Francisco o Jorge Mario para muchos— fue a gozar de la presencia de Dios y del descanso merecido por su gran trabajo.
La Iglesia debe continuar con la reconstrucción soñada. El Espíritu está presente para acompañar a quiénes continuamos.
Tenemos en herencia su ternura, su sonrisa franca, sus manos prontas a bendecir y abrazar, su misericordia ofrecida a todos. Francisco fue, para nosotros, imagen del amor del Padre.
Hoy nuestro corazón puede estar triste. Podemos llorar libremente, porque no volveremos a escucharlo decir: "No se olviden de rezar por mí". Pero estamos seguras de que nos continúa animando con su sonrisa y su presencia en nuestras manos.
Gracias Francisco por ser aire fresco, renovado, verdadero y fraterno.
Seguiremos rezando por ti y por nosotros, para que esta experiencia de fraternidad universal no se apague nuevamente.
Y doy gracias, sobre todo, a ese hombre bueno llamado Juan XXIII, que abrió tímidamente las ventanas con el Concilio Vaticano II...
¡¡¡Te abrazamos Francisco!!!