Hermanas de la Fraternidad de Servidoras de los Más Pobres animan durante el Encuentro Diocesano de Vida Consagrada en la ciudad de Pichanal, Salta, Argentina, 2024. (Foto: cortesía Elsa Porcario)
¿Cómo mantener vivo el fuego de nuestra vocación cuando el cansancio, la rutina o la indiferencia amenazan con apagarlo? Esta pregunta me interpela profundamente como consagrada. En nuestra pequeña comunidad, por eso, cada día es un desafío y una oportunidad de renovar el sentido de entrega.
Nuestra vida se sostiene con el esfuerzo diario. Cada una de nosotras trabaja para vivir y servir a los más pobres, compartiendo no solo recursos materiales, sino también tiempo, cariño y esperanza. Juntas llevamos adelante nuestra casa, recreando un clima familiar que nos fortalece. La rutina incluye desde las tareas más sencillas hasta las responsabilidades del trabajo y los proyectos pastorales. Quienes conocen nuestro testimonio a veces se suman, ofreciendo apoyo en recursos humanos o económicos.
Las necesidades, sin embargo, son infinitas, y nuestras manos a menudo se sienten demasiado pequeñas. El cansancio físico, la indiferencia de algunos, la falta de recursos y la aparente imposibilidad de aliviar tantas necesidades pueden sofocar la alegría de la entrega.
"El fuego de mi relación con Dios tiene el poder de encender nuevas llamas. (...) No solo ilumina mi camino, sino que puede transformar el mundo que me rodea. Al contemplar y servir, me convierto en instrumento de ese amor": Hna. Elsa Porcario
Jornada de recreación en la comunidad wichí en Pichanal, Salta, Argentina, 2024. (Foto: cortesía Elsa Porcario)
En esos momentos surgen en mí muchas preguntas cruciales: ¿Qué me sostiene? ¿Cómo puedo mantener encendido el fuego de mi vocación? Es entonces cuando vuelvo a una imagen que me inspira profundamente: el grieshog, símbolo tomado de la metáfora del libro El fuego en estas cenizas, de Joan Chittister, OSB, quien describe el acto de enterrar carbones calientes bajo las cenizas para preservar el fuego durante la noche fría.
Este simbolismo evoca el valor de la oración contemplativa, que en mi vida consagrada es como una chispa constante que mantiene viva la pasión por Cristo y por lo humano, y un espacio donde guardo las brasas vivas de mi fe para encender nuevos fuegos al amanecer. El grieshog es un símbolo poderoso de lo que significa mantener latente el ardor de mi vocación, especialmente en los momentos de oscuridad.
La oración contemplativa no es un lujo, sino una necesidad vital para mi vida consagrada. Es el alma de mi vocación. En ella no solo hablo con Dios, sino que me permito estar en silencio, abierta a su presencia. Es un espacio de comunión profunda donde dejo que Dios me hable al corazón y renueve mi espíritu.
Recuerdo un día particularmente difícil. Habíamos pasado largas horas visitando familias en extrema pobreza. Aunque llevábamos alimentos y palabras de aliento, sentía que nuestros esfuerzos eran insuficientes. Mi cuerpo estaba agotado y mi corazón lleno de preguntas. Esa noche, en nuestro pequeño oratorio Belén (Casa del Pan), permanecí en silencio un largo rato frente al sagrario.
En ese momento recordé una frase que guardo en el corazón: "Yo soy el fuego que nunca se apaga; necesitas permanecer cerca". Comprendí con otra fuerza que el servicio no puede sostenerse sin un alma que lo anime: la contemplación. La clave de mi vocación está en permanecer en su amor. La oración contemplativa no es un escape de la realidad, sino una manera de mirarla con los ojos de Dios.
Esa noche en silencio en 'Belén', experimenté que cada rostro que había visto durante el día era también el rostro de Cristo. Mi cansancio no podía apagar el fuego, porque no dependía de mí mantenerlo vivo; era Él quien lo sostenía.
Contemplar me ha permitido descubrir que mi vocación no se trata solo de 'hacer cosas', sino de estar con Dios y dejar que esa relación transforme todo lo que hago. Es en la oración donde recupero fuerzas, redescubro el sentido de mi misión y encuentro el amor que necesito para compartir con los demás.
El grieshog me recuerda que mi vocación no solo se trata de mantener vivo mi fuego, sino de transmitirlo a otros. Cuando me detengo a contemplar, permito que Cristo renueve mi mirada, mis fuerzas y mi alegría. Esa llama interior que enciende es la que me impulsa a encender otros fuegos en mi comunidad, en las personas a quienes servimos y en quienes nos acompañan en nuestra misión.
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Hace poco, una voluntaria nos dijo: "Lo que me impacta de ustedes no es lo que hacen, sino cómo lo hacen". Creo que esas son chispas del fuego de Cristo que brillan a pesar de nuestra fragilidad, que es mucha.
En mi caminar he descubierto algunas pistas para mantener vivo el fuego de mi vocación, especialmente en las temporadas más oscuras y difíciles:
- No importa cuán ocupada esté, la oración debe ser una prioridad. Allí encuentro la fuerza y la claridad para seguir adelante.
- El apoyo mutuo en la vida comunitaria es esencial. Compartir alegrías, desafíos y espacios de oración fortalece el espíritu y aviva la llama de mi vocación.
- Ver a Cristo en los pobres, en los compañeros de misión y en quienes encuentro cada día, me ayuda a redescubrir el sentido de mi entrega.
- Volver a la raíz de mi vocación, con memoria agradecida, me permite mantenerme enfocada, incluso en medio de las dificultades.
Más de una vez el cansancio físico y emocional ha sido una invitación a descansar en el Señor. Y hoy me encuentro redescubriendo la oración contemplativa como el alma de mi servicio. Sin importar cuál sea mi vocación o misión, necesito permanecer cerca del fuego que nunca se apaga. Los momentos de silencio, de escucha, de encuentro con el Señor se han vuelto para mí un espacio necesario, donde la fuerza de su Palabra puede alterar mi vida, avivar mis brasas y transformar mis espacios interiores.
Como el grieshog, siento que el fuego latente de mi relación con Dios tiene el poder de encender nuevas llamas. Este fuego no solo ilumina mi camino, sino que también puede transformar el mundo que me rodea. Al contemplar y servir, me convierto en instrumento de ese amor.
Mantener vivo el fuego de mi vocación es un desafío constante, pero en la oración contemplativa encuentro la chispa que me permite enfrentar cada día con alegría, incluso en medio de las dificultades. La imagen del grieshog — esos carbones escondidos bajo las cenizas— es un signo de esperanza y promesa de renovación.
Hoy, elijo confiar nuevamente en el fuego que Cristo ha encendido en mi corazón para soñar en grande. Elijo permanecer cerca de Él, dejarme renovar por su amor y transmitir ese fuego a quienes más lo necesitan.
