
Amanecer en Atchison, Kansas, Estados Unidos. (Foto: GSR/Helga Leija)
En medio del ambiente ajetreado en el que vivimos, no pocas veces suena absurda e inoficiosa la propuesta de callar, silenciar y ralentizar el ritmo exterior e interior: el del cuerpo, el del cerebro y el de la psiquis. Sin embargo, más allá de cómo pueda sonar esto en una sociedad tan agitada, ha sido hermoso percibir en mí misma, y en los demás, los frutos que deja esta experiencia.
Acabo de terminar mis ejercicios espirituales de un mes y, como pueden imaginar, siempre es un reto acoger y profundizar esa invitación a callar para escuchar, a aquietarnos para conectarnos con nosotros mismos, con Dios y, de manera muy profunda, con los demás, aunque no haya diálogo.
Al iniciar el mes sentí la invitación a emprender un viaje. Me inspiraba el recorrido de Elías desde el monte Carmelo hasta el monte Horeb (1 Reyes 19, 1-13): huyó por miedo, se cansó, rozó la depresión, fue sostenido por Dios a través de un emisario y, al final, vivió una experiencia mística. ¡Hermoso camino el de Elías! Y también el de cada orante que se aventura a entrar en el silencio de manera prolongada.
"El silencio se convierte en un aliado del Espíritu Santo. Al detener el ritmo, sucede algo parecido a lo que ocurre con el agua revuelta de un río: al reposar en un estanque, se asienta y deja ver lo que estaba oculto": Hna. Nancy Mancera
En mi oración comenzaron a surgir recuerdos que estaban guardados en mi corazón y en mi cuerpo: experiencias no procesadas de las cuales preferí huir refugiándome en actividades y responsabilidades. ¡Había tenido poco tiempo para afrontarlos a profundidad! Todas esas experiencias de situaciones dolorosas me habían marcado de manera profunda. Fueron un conjunto de hechos que, sin percatarme, habían ido mermando poco a poco y de manera muy solapada la esperanza.
Es hermoso ver cómo el silencio se convierte en un buen aliado del Espíritu Santo. Al detener el ritmo y ralentizar la vida, sucede algo parecido a lo que ocurre con el agua revuelta de un río: al reposar en un estanque, se asienta y deja ver lo que estaba oculto.
Así también, el agua de nuestros recuerdos y experiencias se va apaciguando hasta permitirnos identificar lo que está allí inmerso. El silencio y la quietud abren espacio para discernir lo que nos habita.
Tal vez ya hayas experimentado más de una vez las etapas de este viaje interior. Yo las nombro de forma sencilla, solo con el fin de compartir mi propio itinerario.
La primera la llamo resistencia. Aunque hagamos oración a diario es interesantísimo ver cómo la mente y el espíritu reaccionan rehusándose a recorrer caminos nuevos. No sé si alguna vez has experimentado esa resistencia sutil que consiste en querer controlar todo lo escuchado, ya sea que proceda de la predicación o la Sagrada Escritura. Es como si nos empeñásemos en ir por el terreno conocido para que nuestro itinerario interior no escape a nuestro control. No obstante, como escribió san Juan de la Cruz: "Para venir a lo que no sabes, has de ir por donde no sabes".
La resistencia, discreta pero persistente, se disfraza de espíritu crítico, de búsqueda de novedades o de análisis de situaciones insalvables. El camino de acceso al silencio, en cambio, consiste en callar para no controlar; detenerse para no dirigir el barco hacia el puerto conocido; esperar para no darnos respuestas inmediatas. Todas estas manifestaciones de humildad crean el espacio para que el "totalmente Otro" —como lo llamó Rudolf Otto— pueda hablar.
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Con el paso de los días llega otra etapa: la soledad. Al estar solos con nosotros mismos y con Dios comienzan a aflorar atascos que se hallaban sumidos en el mar profundo del corazón. Reconocemos, entonces, dolores anclados durante años, temores no expresados, conflictos no resueltos. Nos descubrimos vulnerables como Elías en el desierto, conscientes de que hay muchas cosas que no podemos resolver ni cambiar.
Elías expresó a Dios su deseo de morir. Yo lo asocio a la vulnerabilidad: reconocernos pequeños ante lo que no sabemos solucionar. Y justo ahí, como orantes, percibimos la siguiente etapa: caemos en la cuenta de que la mano de Dios siempre ha estado presente, dándonos sustento y fuerza para seguir nuestra travesía.
Ese reconocimiento pertenece al misterio de la gracia. Percibimos cómo Dios se ha hecho presente en nuestra historia con discreción, salvándonos de la desesperanza y la desesperación. Y ese descubrimiento enciende una sencilla llama: la certeza de sabernos amados, cuidados y sostenidos con una profunda ternura y compasión. ¡Eso lo cambia todo! De ahí brota la esperanza que nos permite atrevernos a recorrer el camino que queda con ánimo y fortaleza, con la certeza de que, así como hemos sido acompañados en el pasado, seguiremos siendo sostenidos y fortalecidos en los tiempos futuros.
No estamos solos. Esa certeza nos hace fuertes en medio de las inclemencias de los tiempos que vivimos. Así, llegamos al Horeb y escuchamos, con una densidad única, el susurro suave de la voz de Dios que lo habita todo: el aire, el cuerpo, la historia, la Sagrada Escritura, la liturgia, la vida y la muerte. En ese susurro nuestra vida se abre a escuchar a Dios tanto en el silencio como en el ruido, en la calma y en la agitada vida que tenemos que afrontar.
¡Qué alegría poder proponer a muchos la experiencia de callar, de ralentizar, de parar, para aprender a escuchar al Dios que nos habita y acompaña siempre!