
Al frente, Hna. Maite Fernández. Detrás, de izquierda a derecha: Nelson Gorosito, Diego Rodríguez, Mercedes Robles, Zoe Lazarte Fernández, Noelia Salto y Diego Abregú. Más atrás, Luis Prado, Hna. Ángela María Tomei y Nadia Romano. (Foto: cortesía Maite Fernández)

En la mañana del 30 de enero, bajo un sol abrasador que rozaba los 40 grados, dimos inicio a una nueva experiencia evangelizadora. Treinta y ocho misioneros provenientes de Santiago del Estero y de la ciudad de Córdoba llegamos a una modesta escuela rural que sería nuestro hogar durante diez días. Allí nos esperaba una comunidad que nos recibió con un corazón inmenso, desbordado de alegría y emoción.
Debo confesar que en ese momento no alcanzamos a comprender la magnitud de aquel recibimiento, pero lo acogimos con gratitud. Desde el primer instante sentimos que Dios nos quería allí, compartiendo la vida con ellos.
En Argentina enero y febrero —meses de vacaciones de verano— suelen estar marcados por numerosas misiones organizadas por grupos parroquiales, congregaciones religiosas, movimientos diocesanos y otros. Son oportunidades para llegar a zonas más alejadas, donde la misa y otras celebraciones eclesiales no se realizan con la misma frecuencia que en las ciudades, que tienen mayor presencia de sacerdotes y agentes pastorales.
Estas vivencias varían según los destinatarios y el estilo de misión que cada grupo tiene como sello. Sin embargo, hay un denominador común al final de cada misión: el cansancio; pero es un cansancio especial, habitado por Dios. Ese cansancio hace que todo valga la pena y tiene un sabor distinto que gusto sentir.
"Animémonos a seguir construyendo una Iglesia abierta, que vaya al encuentro de todos, sin mezquindad ni prejuicio. Seamos una Iglesia que acompañe y escuche, que acoja el dolor y reciba la vida como viene": Hna. Maite Fernández
Nuestro grupo, Annunciata Cocchetti, se preparó con entusiasmo y esperanza. Como en toda nueva experiencia surgieron inquietudes y expectativas, pero también un profundo deseo de transmitir a Jesús, junto a una especie de ansiedad espiritual por hacerlo bien.
Nuestro primer paso fue conocer el contexto y las necesidades reales de la comunidad. No podíamos dar algo que la gente no necesita. Además de la formación y la oración, también nos encargamos de los recursos materiales y el trabajo de recaudar fondos para solventar los gastos, así como el confluir de ideas y la creatividad para preparar los talleres. Todo nos llevó a confiar, pues la providencia del Señor siempre salió a nuestro encuentro.
Lo esencial fue experimentar el llamado personal a la misión, que nace del encuentro con Jesús. Ese llamado se vuelve fecundo cuando respondemos en comunidad guiados por nuestro carisma: animar la vida en amistad evangélica; es decir, compartir la fe desde la cercanía, la escucha y la alegría del Evangelio.
Como Hermanas Doroteas de Cemmo tuvimos la gracia de acompañar a este grupo tan diverso: laicos jóvenes y adultos, familias, una laica consagrada y nosotras, las hermanas. ¡Qué riqueza tan invaluable! Agradecimos profundamente sentirnos parte de esta gran familia que sigue a Jesús desde el carisma de Annunciata Cocchetti.
Nuestra misión tuvo lugar en Media Naranja, una localidad rural cuyo nombre proviene de la forma de su territorio, y que está ubicada a unos 15 kilómetros de la ciudad de Cruz del Eje. Es una zona agrícola donde muchos de sus habitantes se dedican a la cosecha de sandía, zapallo [calabaza], melón, papa y tomate… una vida sacrificada, incluso para los jóvenes, cuyo horizonte a menudo se ve limitado por la falta de oportunidades.
Media Naranja está conectada por una ruta principal que la une con la ciudad y con otras pequeñas localidades en condiciones similares. La fe allí se percibe a flor de piel. Se expresa a través de una piedad popular muy viva, con devoción a distintas advocaciones de la Virgen, santos y santas —especialmente el Cura Brochero, el santo cordobés—. Estas expresiones acercan al pueblo a la persona de Jesús de una manera entrañable.
Una preocupación constante, tanto en nuestra Iglesia como en muchos otros lugares, es resignificar el rol y la vocación del laico. Las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada han disminuido en muchos contextos, por lo que resulta fundamental que los laicos asuman un rol protagónico en la vida de la Iglesia. Necesitamos que se reconozcan como artífices y constructores de comunidad, sabiendo que ser laico es el fundamento de todo llamado que Dios nos hace desde el bautismo, y desde allí surgen todas las demás vocaciones. Esta convicción fue uno de los propósitos de nuestra misión.
Con el lema "Llamados y enviados a animar la vida, como peregrinos de esperanza" nos acercamos día a día a las familias y a cada persona que el Señor nos presentaba y confiaba. Lo hicimos movidos por el pedido de nuestro papa Francisco (†), quien en este año jubilar nos invitó a vivir la esperanza y a contagiar con ella a nuestros hermanos.
Como suele suceder con las cosas de Dios, uno siempre recibe más de lo que da. El Señor nunca se deja ganar en generosidad. Cuando nos entregamos sin escatimar, suceden cosas buenas, inimaginables. Nos sentimos como aquellos servidores del Evangelio a quienes su señor confió talentos, y estos produjeron fruto. No solo los misioneros vivimos esta experiencia; también lo hicieron los miembros de la comunidad, quienes se sintieron parte de un proyecto que trascendía lo planeado, porque Jesús nos llevó adonde Él quiso.
¡Cuánto bien podríamos hacernos si viviéramos en misión los 365 días del año! ¡Cuánto necesitamos reencontrarnos y despojarnos de tanto ropaje que nos aleja de lo esencial! Una canción que escuchamos con frecuencia por allí nos recordaba que la misión es un estilo de vida. Y lo creemos con el corazón. ¡Claro que sí!
Por eso, animémonos a seguir construyendo una Iglesia abierta, que vaya al encuentro de todos, sin mezquindad ni prejuicio. Seamos una Iglesia que acompañe y escuche, que acoja el dolor y reciba la vida como viene. Seamos una Iglesia alegre, donde haya lugar para cada uno en su particularidad, donde el mensaje de Jesús nos marque el rumbo, nos mueva los pies, nos haga arder el corazón y nos escandalice ante la injusticia.
Al finalizar esos diez días en ese bendito lugar, volvimos cansados, sí, pero un cansancio habitado por Dios. Este cansancio estuvo impregnado de sonrisas y lágrimas, abrazado por rostros y vidas de todos los tamaños y edades. Volvimos llenos. Y con el corazón abierto, esperamos con ansias que llegue la próxima vez.