Una llamada a la vida religiosa marcada por la inmigración entre México y Estados Unidos

La autora, en la foto con sus padres, hizo su profesión perpetua en San Fernando, California, el 3 de agosto de 1996. (Foto: cortesía de María Elena Méndez Ochoa)

La autora, en la foto con sus padres, hizo su profesión perpetua en San Fernando, California, el 3 de agosto de 1996. (Foto: cortesía de María Elena Méndez Ochoa) 

por María Elena Méndez Ochoa

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Nota de la editora: En reconocimiento a la inestimable contribución de los migrantes a nuestras comunidades, las Naciones Unidas han declarado el 18 de diciembre como Día Internacional del Migrante. Tanto sus países de origen como los de acogida se benefician de las contribuciones de estas personas, que desempeñan diversas funciones como trabajadores, estudiantes, artistas y mucho más. En Global Sisters Report queremos rendir homenaje al profundo impacto positivo de innumerables migrantes que han mejorado a los Estados Unidos, enriqueciéndolo con sus culturas y tradiciones únicas. Extendemos nuestra más sincera gratitud por su dedicado servicio en hospitales, escuelas y parroquias, entre otros lugares. Nuestra nación es más rica y dinámica gracias a ustedes. 

La migración familiar ha marcado profundamente mi vida desde mi nacimiento en 1964. En mi infancia hay pocos recuerdos de mi padre, ya que él viajaba temporalmente a México y luego regresaba a Estados Unidos para trabajar en los campos de California a través del Programa Bracero. En su ausencia, se encontraba en casa una madre sola que cuidaba de su creciente familia de 12 miembros.

Mi padre no fue el único emigrante de nuestra comunidad; muchos hombres de la zona y de pueblos vecinos siguieron un camino similar. Con el tiempo, familias enteras, incluida la nuestra, se unieron a esta tendencia migratoria. Sin duda, la experiencia de la emigración marcó mi vida.

En 1973, mi madre embarazada vino a Estados Unidos, donde estaba mi padre, y después de tres meses, regresaron a México con sus gemelos recién nacidos. El 6 de mayo de 1984, mis padres, junto con mis hermanos menores, emprendieron el viaje a Estados Unidos, dejando atrás a dos hijos (de 12 y 15 años) y a mí (de 19 años), que más tarde emigraríamos. En ese momento, solo tres de los catorce miembros de la familia permanecían en México.

Mientras sucedían estos cambios familiares, yo sentía la llamada de Dios a la vida religiosa, entre los 13 y los 18 años, y discernía sus planes para mi vida. A los 18, estaba segura de mi deseo de ser religiosa. Sin embargo, con la decisión de mis padres de trasladarse a Estados Unidos, tuve que asumir la responsabilidad de cuidar de mis dos hermanos pequeños.

El padre Salvador Núñez López, de la diócesis de Zamora, Michoacán, México, entrega a la autora de la columna su cruz el día de su profesión en el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en Morelia, Michoacán, el 15 de agosto de 1990. (Foto: cortesía de María Elena Méndez Ochoa)

El padre Salvador Núñez López, de la diócesis de Zamora, Michoacán, México, entrega a la autora de la columna su cruz el día de su profesión en el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en Morelia, Michoacán, el 15 de agosto de 1990. (Foto: cortesía de María Elena Méndez Ochoa) 

Cuando mi madre compartió su decisión de emigrar, expresé mi preocupación: "Si se va, se van a venir abajo mis planes". Ella me tranquilizó diciéndome: "No, si tú te quieres ir, te vas, y yo ya veré cómo le hacemos". El padre Salvador, mi párroco, que me acompañaba en mi caminar espiritual, sabía de la ausencia de mis padres y que yo estaba en búsqueda vocacional.

Un día de junio de 1984, el padre Salvador me informó: "Ya estás aceptada en Irapuato; entrarás el 25 de agosto". Debido a mi silencio inicial, percibió mi conflicto interno y me preguntó: "¿No te da gusto?". Le respondí: "Sí, pero voy a dejar a mis hermanos y mi Joya". Me recordó: "Dejas tu Joya (el lugar donde nací) para ganar una mejor. En cuanto a tus hermanos, escribiré una carta a tu madre para ver qué hacemos".

A partir de ese momento, comenzó la preparación para desprenderme de mis hermanos, de mi Joya (mi pueblo natal) y de mis actividades ordinarias, a medida que se consolidaba la certeza de que Dios me llamaba a la vida religiosa. El 25 de agosto de 1984 llegó el día de dejar La Joya. 

El padre Salvador, que debía recogerme a las 8 de la mañana, tuvo que esperar más, pues cada persona que venía a despedirme retrasaba el momento. Despedidas llenas de lágrimas y abrazos prolongados caracterizaron esos momentos, mientras la radio tocaba una canción de Los Terrícolas, cuya letra decía: "Deja de llorar, niña, deja de llorar, mi amor. Aunque me vaya lejos, algún día, volveré por ti, mi amor... ". 

Al salir de mi casa, mis hermanos me acompañaron con la maleta en la cabeza, haciendo que pareciera un funeral, con todo el mundo llorando. Cuando por fin llegué al lugar donde me esperaba el padre Salvador, entré en el auto y él empezó a rezar el rosario mientras yo sollozaba. Fue un momento conmovedor, y más tarde mencionó que fue el rosario más largo de su vida. Mientras iba de camino, al dar la vuelta sobre la carretera, tuve la oportunidad de mirar atrás a La Joya, pero no lo hice, pues recordé las palabras de Jesús de no mirar atrás (Lucas 9, 57-62).

La certeza de que Dios me llamaba y las palabras del padre Salvador: de que dejaría mi Joya "para ganar una mejor", me dieron la seguridad de que Dios es la mejor joya que uno puede encontrar, incluso en medio de los desafíos. Ahora, mi familia y yo estamos en Estados Unidos, sorteando las complejidades de la inmigración, pero nuestra identidad está marcada tanto por este país como por México. 

La llamada a la vida religiosa, viva desde mi adolescencia, persiste hoy. Se alinea con la noción del papa Francisco de la espiritualidad de los nuevos comienzos, y hace hincapié en el deseo de superar el miedo y la incertidumbre y de volver a echar mis redes mar adentro (Lucas 5, 1-11), confiado en que Jesús está en la barca. Es una llamada a evitar la autocomplacencia y aprovechar el entusiasmo para reavivar la inquietud por el Evangelio.

Así como Dios me llamó a la vida religiosa dentro de una familia migrante en transición entre México y Estados Unidos, Él continúa llamando a jóvenes, hombres y mujeres a vivir una experiencia personal con Jesús y el Evangelio. 

Como una persona en la vida religiosa, se me invita a renovar la pasión y el entusiasmo del 'primer amor', el que guio mi decisión de dejar mi Joya "para ganar otra mejor", como me dijo el padre Salvador hace 39 años, cuando fui aceptada en la vida religiosa. 

Nota: Este artículo, escrito originalmente en español, fue publicado primero en inglés el 18 de diciembre de 2023.