En otro 'puerto'

En otro puerto. (Foto: Philippe Mignot/ Unsplash)

(Foto: Philippe Mignot/ Unsplash)

por Lucía Aurora Herrerías Guerra

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“Una cosa es engendrar y otra muy distinta es ser madre”, escribía uno de mis hermanos cuando falleció mi mamá en diciembre de 2017. En septiembre del año pasado murió mi padre, y hoy puedo extender esas palabras: una cosa es engendrar y otra muy distinta es ser padres, ser papá y ser mamá. Mis padres tuvieron defectos y cometieron errores, pero como comentaba una vez con otro de mis hermanos, fueron padres.

En los días previos a su fallecimiento, mi padre estuvo soñando todas las noches que estaba con la familia: mi mamá, él, los hijos pequeños; todos juntos. Era lo que llevaba en el corazón: su esposa, sus hijos e hijas y todos sus descendientes. ¡Estaba muy orgulloso de que ya tenía una tataranieta! Realmente nos llevaba en el corazón. 

Yo, como misionera, he estado fuera de México muchísimos años, y sus cartas eran siempre un 'informe' de cada hijo, uno por uno. Después mi mamá, al final, ponía unas cuantas líneas respaldando lo que decía él. Durante muchos años iba a nadar, y daba diez vueltas a la alberca de 50 metros; era para él un rato de oración: en cada vuelta iba rezando un Avemaría, una por cada miembro de su familia: su esposa y sus nueve hijos. 

En la vida cotidiana, mis padres fueron sembrando en nosotros muchas cosas, en particular tres: la solidaridad, el sentido de la justicia y la honradez. 

Una de las más importantes fue la solidaridad entre nosotros. Los Reyes Magos, el 6 de enero, siempre nos traían de regalo algo chiquito para cada uno, y algo grande que era para todos: un juguete con el que necesariamente teníamos que ponernos de acuerdo, organizarnos y compartir. 

Nos enseñaron a cultivar el cariño entre los hermanos. En una ocasión me decía una persona: “Ustedes son una familia muy democrática”. Aunque los nueve hermanos somos muy diferentes, nos queremos mucho. Es el regalo más grande, y lo he experimentado en estos años, desde 2019, en el apoyo mutuo para atender a mi papá a medida que fue siendo más dependiente, cada uno desde sus posibilidades. La mayor preocupación de mi mamá, cuando ya estaba mal, era qué iba a pasar con mi papá si ella se iba. Nosotros le decíamos: “Mamá, te puedes ir tranquila, nosotros vamos a cuidar a papá”. Y así fue. Esto nos lo sembraron ellos, así como el sentido de la justicia, de la que los oíamos hablar y que les vimos practicar en muchas circunstancias de la vida.

Mi padre, diseñador gráfico, fue para nosotros un ejemplo de honradez. Yo era adolescente cuando le ofrecieron un trabajo en el que tenía que hacer diseños para una entidad cuya ideología no compartía; le iban a pagar mucho dinero, pero no lo aceptó. No podía hacer algo que era contrario a sus convicciones por mucho dinero que le pagaran. Son hechos que se quedan grabados en la mente y en el corazón.

Desde luego, mi padre no era perfecto. Cada uno de sus hijos podemos mencionar defectos que tenía, pero una lección de vida que me dio fue su capacidad de evolucionar. Cambió de muchas maneras a lo largo de los años; modificó su manera de pensar y de actuar, a medida que las circunstancias cambiaban, según observaba, leía y escuchaba a los demás. Fue esa flexibilidad la que le hizo aprender a usar la computadora, cuando tenía más de setenta años; al inicio, porque a través de Skype podía hablar con varios de sus hijos que estábamos lejos. Siguió aprendiendo hasta el día de su muerte, a sus 92 años, bajaba a su estudio a ver sus correos, navegar en internet y aprender cosas nuevas; ¡siempre muy activo en el WhatsApp!

También eso es lección de vida, esa flexibilidad para ir aprendiendo siempre, saber que no lo tienes todo conseguido y ser capaz de cambiar.

No era perfecto, pero nos amó, a su esposa y a sus hijos e hijas. En su intenso trabajo como diseñador gráfico, le pedía constantemente a Dios que le diera ideas buenas y nuevas para sus diseños. Dice san Pablo que “los sufrimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria que un día se nos manifestará” (Rom 8, 18). A él lo vimos desvelarse y madrugar durante muchos años para mantenernos y darnos estudios. 

Mamá y papá

Los padres de la autora, cortesía de Pablo Herrerías Guerra.

Mamá era la encargada de cobrar el dinero cuando hacía trabajos como profesional independiente. Él no sabía cobrar; cuando había algunos clientes difíciles que no querían pagar, mi mamá nos subía a todos los niños en la camioneta y nos introducía en la oficina del deudor, hasta que le pagara lo que debía. Ese apoyo mutuo los hizo capaces de salir adelante. De recién casados, mi mamá ya embarazada de mí, un día no tenían nada para comer. Él, rebuscando, encontró un peso en la bolsa de un pantalón. Con ese peso tomaron el camión para ir a comer a casa de mi abuela materna. Realmente hubo etapas en las que pasaron necesidad, y lucharon juntos para construir lo que llegaron a tener y sacarnos adelante a todos. Esa labor de equipo entre los dos fue algo que también sembraron en nosotros. 

Los últimos años de mi papá fueron de soledad, por la ausencia de mi madre —su inseparable compañera durante sesenta y dos años—, y de sufrimiento físico. Sin embargo, un día me dijo: “Nadie se da cuenta, pero yo rezo todo el tiempo”. Rezaba por todos, por nuestros familiares ya fallecidos y por cada uno de nosotros. Ese día me quedé con paz. Estaba preparado para irse. 

Y se fue, en un momento esperado-inesperado. La muerte de un ser querido siempre nos llega por sorpresa. Su partida, junto con la de mi madre, deja indudablemente un gran vacío. La vivencia que seguramente muchos de los lectores ya conocen es muy especial: es como mirar atrás y no ver a nadie. Se pierde el punto de cohesión y de referencia. En la vida, a veces seguimos los pasos y valores de nuestros padres y en otras ocasiones actuamos 'contra' ellos, nos distanciamos de lo que ellos quisieron y desearon inculcarnos. Pero con ellos o contra ellos, son como el faro que señala el puerto.

Un día, en mi oración, hablaba con Jesús de esa ausencia, de esa sensación de orfandad que yo no creía que pudiera experimentar a mi edad. Entendí que ese vacío es real, pero no hay que detenerse en mirar hacia atrás; ahora ellos no están atrás sino delante. Nos esperan, no en el puerto que abandonamos sino en aquel hacia el que nos dirigimos; necesitamos seguir hacia adelante; ellos nos aguardan en la meta. 

Los cristianos esperamos la resurrección. Sabemos que ningún gesto de amor queda sin fruto. Ningún sufrimiento queda sin recompensa. Creemos que cada gesto de amor tiene un significado para la vida eterna; con cada renuncia por amor y cada acto de entrega, estamos construyendo algo para la eternidad. cfr. EG 279

Ojalá que nosotros, cada uno, orientemos nuestras barcas hacia ese puerto —y allá nos encontremos— en el que no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor  (Ap 21, 4), porque todo lo viejo habrá pasado, y Dios habrá hecho todo nuevo.