
(Foto: Unsplash/Andrey Zvyagintsev)
Nota de la editora: Esta historia forma parte de Salir de las sombras: luz contra la violencia de género, la serie de Global Sisters Report y Global Sisters Report en español que se enfoca en cómo las hermanas católicas responden a este fenómeno mundial o se ven afectadas por él.

«Salió el dueño de la casa a hablarles y les dijo: "¡No, mis hermanos, por favor! No se comporten mal. Ustedes ven que este hombre está ahora bajo mi techo, no cometan una cosa así. Tengo una hija que es todavía virgen y él tiene también su concubina. Se las entregaré, pueden violarlas y tratarlas como quieran, pero no cometan una cosa tan fea con ese hombre". Los otros no quisieron hacerle caso. Entonces el levita tomó a su concubina y la sacó para afuera. La violaron y abusaron de ella toda la noche hasta el amanecer; al alba la dejaron irse» (Jueces 19, 23-25/Biblia Latinoamérica).
Este texto, resalta las voces de algunos varones, como las del levita, el sirviente y el anciano. Las mujeres no tienen voz ni palabra, son anónimas, descartadas, y se las denomina como la concubina de Belén de Judá o "la hija del anciano", quien se arriesga a practicar la hospitalidad con el forastero.
Se trata de un texto desgarrador que muestra la vulnerabilidad y la violencia atroz hacia las mujeres. El anciano, en su rol machista, elige cuidar al forastero y entrega a su niña y a la concubina para ser ultrajadas sexualmente: "(…) pueden violarlas y tratarlas como quieran, pero no cometan una cosa tan fea con este hombre".
"¿Qué nos falta para reconocer y denunciar el problema sistémico de los abusos que tenemos en la Iglesia católica?": Hna. Yolanda Olivera
Las mujeres están desamparadas, a la intemperie, expuestas al abandono, al descarte y a un sistema patriarcal abusivo. Su destino está en manos de un grupo de varones. Ellos abusan sexualmente de ellas y las abandonan como si fueran mercancía, dándolas por muertas. ¿Será que el dolor de las víctimas no nos afecta? Por eso seguimos teniendo actitudes de encubrimiento, normalizando y minimizando los abusos, cuidando y protegiendo a los abusadores, y obligando a las víctimas a cargar con la vergüenza, la culpa y la confusión. ¿Qué nos falta para reconocer y denunciar el problema sistémico de los abusos que tenemos en la Iglesia católica?
Las relaciones verticales y discriminatorias son caldo de cultivo para los abusos. Las víctimas de abuso de poder, conciencia, espiritual y sexual siguen siendo revictimizadas. Con nuestras actitudes legalistas, cargadas de estereotipos, les obligamos a mantenerse en silencio. Ellas continúan esperando hombres y mujeres que se arriesguen a creer en su verdad, que acojan su dolor, que sean "gestoras y gestores de espacios seguros y confiables", especialmente en nuestra Iglesia católica, que el papa Francisco (†) la definió como una "madre del corazón abierto" y un "hospital de campaña".
Este llamado no es abstracto para mí. En abril de 2019 llegué a Boa Vista, Roraima (Brasil), donde mi congregación, las Franciscanas Misioneras de la Madre del Divino Pastor, abrió una casa para acompañar a personas migrantes. A partir de junio de ese mismo año, trabajé durante cinco años en una ONG atendiendo a familias migrantes vulnerables y a la comunidad LGBTQIA+. El contacto con tantas heridas me transformó profundamente.
Mas adelante fui invitada a formar parte del equipo Cuidado y Protección de la Diócesis de Roraima, realizando tareas de formación en prevención y cuidado, construcción de relaciones sanas, conocimiento de leyes civiles y canónicas, y la recepción de denuncias de abuso sexual, de poder, y de conciencia cometidos por sacerdotes, religiosas y laicos.
Entrar en contacto directo con esta realidad al escuchar a las víctimas me llevó a reconocer la necesidad de formarme. En 2022 cursé el diplomado en Cuidado y Protección de Niños, Niñas, Adolescentes y Personas Vulnerables, organizado por la CLAR en Bogotá. En 2024, la misma CLAR me invitó para ser docente y tutora de ese diplomado. El mismo año trabajé en el Centro Comunitario Madre Concepción Dolcet, en Argentina —una obra de mi congregación—acompañando a familias marcadas por la violencia intrafamiliar.
Actualmente vivo en Villa Rica, Oxapampa (Perú), donde acompaño presencial y virtualmente a personas que han sufrido distintos tipos de violencia, y ofrezco talleres de prevención enfocados en la construcción de relaciones sanas y vínculos sanos. El tema de la violencia me ha capturado profundamente en estos últimos años, y por eso sigo formándome para ofrecer un acompañamiento humano, samaritano y hospitalario. Además, colaboro con la coordinación nacional de Cuidado y Protección de la Conferencia de Religiosos y Religiosas del Perú.
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Por esto digo con convicción: escuchar es un arte, es una disposición del corazón, no es una tarea fácil. Muchas veces, el dolor de las víctimas nos lanza a la periferia y a la precariedad, donde nos hace experimentar nuestra vulnerabilidad y nos confronta con las frágiles estructuras que tenemos en la Iglesia católica para acompañar y reparar a quienes han sido heridos.
Escuchar es ofrecer abrigo. La escucha nos hace ser libres, auténticas; nos lleva asumir riesgos, a dejarnos transformar por eso que escuchamos y nos marca el cauce hacia espacios de renovación, purificando nuestras opciones. El Dios de la Vida nos acompaña, nos sostiene y no da fuerzas para seguir luchando contra el patriarcado que nos quiere sumisas y silenciadas, cumpliendo roles —marcados por ellos— en el ámbito privado.
Nuestra misión, como mujeres, no es ser juezas o árbitras; es ser nosotras mismas, desde nuestra diversidad. Se trata de acoger, colocarnos de rodillas al lado del dolor humano, siendo testigos de los clamores de las víctimas. Es lanzarnos a crear ecosistemas humanizadores, espacios donde se respire resurrección y vino nuevo, donde se celebre el encuentro, se geste, se remiende y se cure la vida, haciendo que el kairós pueda acontecer.
Estamos llamadas a ver la vida, desde los ojos de las víctimas. Por eso, es urgente construir redes donde se puedan sentir acogidas, escuchadas y acompañadas.
Finalmente, pidamos a la Ruah Divina que nos ayude a transformar las relaciones de muerte en condiciones de vida; que nos ayude a ser una Iglesia que asume su compromiso de denunciar cualquier tipo de abuso. Ellas buscan "amparo y reparación, equidad y verdad, vida en primer lugar". ¿Nos sentimos dispuestas y dispuestos a ofrecerlo? ¿Qué nos falta en nuestra Iglesia y comunidades para acompañar y ofrecer reparación a las víctimas?