Contemplar un atardecer renueva la esperanza y la gratitud en la vida cotidiana de todas las misioneras y misioneros. (Foto: Vuelo en V)
Cuando escuchamos hablar de la vida misionera, solemos evocar nuestra identidad cristiana y pensar en hombres y mujeres que han dejado todo para anunciar el Evangelio en tierras lejanas. Sin embargo, la verdadera misión no siempre implica viajar por el mundo ni realizar acciones visibles como creyentes.
Cada persona está llamada a emprender un viaje interior para descubrir su propia vocación y cultivar una cultura misionera que la haga florecer.
Hoy, ser misionera significa atreverse a ser plenamente humana y conectar con la esencia de la vida en sus múltiples expresiones, donde también se manifiesta la divinidad. Descubrir esa esencia misionera es, en última instancia, aprender a compartir la vida con todas y todos.
"Descubrir que la dimensión misionera va más allá de lo religioso nos recuerda que está en la esencia misma de la humanidad: el impulso de arriesgar y comprometer la vida para que otras y otros puedan vivir": Hna. Vuelo en V
En medio de contextos convulsos e individualistas, la persona misionera se convierte en una presencia real y compasiva. Acompaña procesos de liberación, sanación, reconciliación y perdón. También desenmascara los poderes opresivos que fomentan guerras, dividen y mutilan a la humanidad en nombre de 'dioses y salvadores' creados a conveniencia.
Cada ser humano está llamado a abrazar causas que den sentido a la vida frente a las múltiples expresiones de desesperanza que promueven la cultura de la muerte y la destrucción. Apostar por esas causas significa devolver confianza y estabilidad a una humanidad que necesita alquimia y esperanza en medio de su diversidad.
Estamos llamados a mantener la itinerancia misionera, entendida no solo como desplazamiento geográfico, sino como la capacidad de dejarnos transformar por los movimientos cíclicos que atraviesan nuestras propias vidas. Esa fuerza dinamiza y renueva nuestra manera de ser, estar y servir en los lugares donde se requiera nuestra presencia.
Descubrir nuestra capacidad misionera nos conduce por diversos caminos: vivir plenamente la vocación de la vida y responder al llamado de construir junto a otras personas espacios donde todas y todos podamos desarrollarnos y convivir sin dañarnos.
Cultivar una vida verdaderamente misionera implica comprometernos a potenciar todo aquello que preserve y promueva la vida en plenitud y la dignidad de cada ser humano.
"Desde la dimensión comunitaria, ser misioneros nos conduce a ser constructores de paz. Ese camino parte del proceso personal del perdón y la reconciliación, pero también de hacer justicia, cultivar la ternura y la misericordia": Hna. Vuelo en V
Hermanas reunidas en comunidad encienden un fuego como símbolo de la fuerza del Espíritu en la nueva misión que inician. (Foto: Vuelo en V)
La realidad de muerte que hoy sufren Ucrania y Palestina —en especial el genocidio que enfrenta la población de Gaza—, así como el conflicto en el Congo y en otros lugares del mundo, despierta un sinfín de emociones y sentimientos dolorosos que, en ocasiones, nos llenan de impotencia. Sin embargo, un grupo de activistas humanitarios ha articulado una misión concreta: llegar a Gaza con alimentos y medicinas para romper el bloqueo y detener el genocidio.
Esta acción es un ejemplo vivo de un actuar misionero que desafía la diversidad de credos y la indiferencia; y que defiende el valor de la vida, la resistencia y el amor al prójimo frente a la inercia, las mentiras y las ambigüedades de los discursos de algunos gobernantes. Hombres y mujeres de buena voluntad, comprometidos con causas justas, se han puesto en movimiento para ayudar de distintas maneras ante tanta atrocidad.
Descubrir que la dimensión misionera va más allá de lo religioso nos recuerda que está en la esencia misma de la humanidad: el impulso de arriesgar y comprometer la vida para que otras y otros puedan vivir.
En nuestro interior, en silencio, es preciso tomar instantes para sentir el aliento que nos habita. Allí surgen interrogantes y nos movemos a darnos respuestas. ¿Qué susurra en tu interior cuando piensas en tu misión?
La vida cotidiana nos invita constantemente a asumir misiones concretas que den sentido a nuestra existencia y orienten un nuevo rumbo en la manera de vivir y posicionarnos ante el mundo. Gestos simples —como cuidar los vínculos, acompañar a personas en situación de vulnerabilidad, ofrecer una escucha empática, visitar a quienes se sienten solas o apoyar una causa local— se convierten en acciones significativas que renuevan la dimensión misionera de los creyentes como de los no creyentes.
Igualmente, el trabajo cotidiano, cuando se realiza con conciencia y propósito, puede transformarse en un espacio de servicio y esperanza. Cada acto de cuidado, por pequeño que sea, se convierte en una semilla del Reino; es una manera de hacer presente la compasión en medio de la rutina y contribuir a sembrar hermandad en medio de tantas divisiones.
Desde la dimensión comunitaria, ser misioneros nos conduce a ser constructores de paz. Ese camino parte del proceso personal del perdón y la reconciliación, pero también de hacer justicia, cultivar la ternura y la misericordia. Así, el mundo se vuelve un poco más habitable para todas y todos.
Estamos todos invitados a abrirnos a la gracia que fecunda nuestros deseos misioneros, atraviesa nuestra intuición y nuestra conciencia, y nos impulsa desde la fuerza de la Ruah a salir al encuentro de quienes precisen de nuestra presencia. Movidos por el aliento de la Divinidad en el cosmos, nacemos de nuevo, reordenando el caos y reconectándonos con la dimensión profunda de nuestra espiritualidad.
Con cada encuentro humano, algo de nosotras también es sanado y transformado. Descubrir nuestra misión devuelve a nuestra vida el coraje para continuar preguntándonos de manera particular: ¿cuál es mi misión hoy?
"Estamos llamados a mantener la itinerancia misionera, entendida no solo como desplazamiento geográfico, sino como la capacidad de dejarnos transformar por los movimientos cíclicos que atraviesan nuestras propias vidas": Hna.Vuelo en V
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Tal vez la misión no implique cruzar océanos ni desafiar fronteras, también puede comenzar en nuestro interior, en el modo en que escuchamos, acompañamos o transformamos la realidad cercana. Puede ser una palabra de aliento, una acción solidaria, un gesto de reconciliación o la decisión de cuidar la naturaleza y las relaciones interpersonales que nos sostienen.
La misión comienza allí donde nuestra vida se abre al servicio, a la generosidad, a la gratuidad y a la esperanza. Renovamos cada día, con cada encuentro, el llamado a sumar en la misión de la vida. Estamos llamados a ser luz que ayude a encender la luz de otros, para juntos iluminar los lugares donde aún hay desesperanza, oscuridad y tristeza.
Abrirnos camino como misioneras y misioneros es responder con alegría al llamado de salir al encuentro de los hermanos y hermanas en cada comunidad. Es no quedarnos en lo seguro ni en lo conocido. Significa dejar que el Espíritu nos guíe hacia nuevos senderos, llevando la Buena Noticia con sencillez, cercanía y entrega.
La itinerancia nos invita a confiar en la providencia del Dios de Jesús, a caminar ligeros, abiertos al diálogo y a la escucha de nuestros pueblos, para descubrir en ellos los signos de vida y esperanza que el Dios de la vida ya ha sembrado.
Nuestros pasos quieren ser semillas de fraternidad, sororidad, fe compartida y servicio solidario, allí donde se nos abra la puerta.
Cada paso en la misión es una semilla de esperanza. Cada encuentro, un espacio donde Dios se manifiesta en la sencillez de la vida de las comunidades. Abrirnos camino es dejarnos sorprender por los pueblos, escuchar sus clamores, compartir sus luchas y alegrías, y anunciar con gestos y palabras que Jesús continúa entre nosotras y nosotros.
