(Foto: Unsplash/Michael Payne)
«Por entonces se promulgó un decreto del emperador Augusto que ordenaba a todo el mundo inscribirse en un censo. Este fue el primer censo, realizado siendo Quirino gobernador de Siria. Acudían todos a inscribirse, cada uno en su ciudad. José subió de Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David en Judea, llamada Belén —pues pertenecía a la casa y familia de David—, a inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada. Estando ellos allí, le llegó la hora del parto y dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no habían encontrado sitio en la posada. Había unos pastores en la zona que cuidaban por turnos los rebaños a la intemperie. Un ángel del Señor se les presentó. La gloria del Señor los cercó de resplandor y ellos sintieron un gran temor. El ángel les dijo: "No teman. Miren, les doy una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy les ha nacido en la ciudad de David el Salvador, el Mesías y Señor. Esto les servirá de señal: encontrarán un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre". Al ángel, en ese momento, se le juntó otra gran cantidad de ángeles, que alababan a Dios diciendo: "¡Gloria a Dios en lo alto y en la tierra paz a los hombres amados por él!" (Lucas 2, 1-14).
Después de cuatro domingos de Adviento, ¡llegó la Navidad! Bien sabemos que esta no consiste, principalmente, en el jolgorio, alegría, regalos, cenas, luces y todos los demás adornos y tradiciones que cada año nos acompañan, en este tiempo, a creyentes y no creyentes.
Es preciso rescatar, de nuevo, el significado profundo de esta fiesta, porque se ha vuelto más cultural que religiosa, más externa que de vivencia de fe, de adoración. Pero es posible que al volver a leer el pasaje de Lucas que nos relata ese momento cumbre de nuestra fe, se nos abran los ojos de la sencillez, de lo pequeño, de lo insignificante, y podamos celebrar la esencia de la Navidad.
"Este simple relato se nos ofrece hoy para reconocer en el Niño del pesebre a Dios mismo habitando en nuestro mundo, acompañando nuestra historia. ¿Nos atreveremos a reconocerlo en lo más pequeño de nuestra realidad?": teóloga Consuelo Vélez
El pasaje es muy sencillo. Es un edicto del emperador el que saca a María y a José de su seguridad en un momento tan importante como el inminente nacimiento de su hijo, y los hace ponerse en camino a la ciudad de Belén. Esta ciudad tiene un significado teológico. Si Jesús es descendiente de David, ha de nacer en aquella ciudad. Y para eso, un hecho civil lo hace posible, según el evangelista Lucas.
Pero el momento cumbre viene cuando María y José no encuentran lugar para quedarse y tienen que acomodarse en un pesebre donde nace el Hijo de Dios. En ese lugar descampado y alejado de la ciudad, solo unos pastores están relativamente cerca. Y, precisamente a ellos se les da la buena noticia, alegría para todo el pueblo. Así se los anuncia el ángel y les da la señal para que lo reconozcan: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Una noticia así, tan poco creíble, es la que permite que los ángeles del cielo alaben a Dios diciendo: "¡Gloria a Dios en lo alto y en la tierra paz a los hombres amados por él!".
Este simple relato, muy insignificante, es el que de nuevo se nos ofrece hoy para reconocer en el Niño del pesebre, a Dios mismo habitando en nuestro mundo, acompañando nuestra historia. ¿Nos atreveremos a despojarnos de nuestras expectativas para reconocerlo en lo más pequeño de nuestra realidad?
Tal vez podamos ver al Niño en esa persistencia en celebrar la Navidad, aunque confundamos tanto su significado. O en la capacidad de salir de nosotros mismos para reunirnos con otros y compartir la alegría de estar con los demás. O en los regalos que no siempre son demandas de la sociedad de consumo, sino también verdadera generosidad con los pobres que viven cerca de nuestra realidad. O en los ambientes familiares que superan rencillas y dificultades y permiten un nuevo comienzo.
Navidad se celebra también en muchos pequeños gestos que ocurren esa noche y que, si los identificamos y agradecemos pueden ser germen de alabanza para nuestro Dios y de paz para nuestra realidad.
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