
La Hna. Adriana Pérez, mercedaria del Niño Jesús, y el padre Wálter Gómez, de la Fraternidad Mariana, durante el V Congreso Latinoamericano y Caribeño de Vida Religiosa en Córdoba, Argentina. (Foto: GSR/Helga Leija)

Hace veinte años comencé este camino de vida religiosa. Tenía apenas diecinueve años, mucha energía y un corazón lleno de ideales. Soñaba con darlo todo, con entregar hasta el último rincón de mí misma por el Reino. Recuerdo jornadas interminables en las que parecía que mi cuerpo no conocía el cansancio, y cada día era una oportunidad para hacer más, para amar más.
Hoy tengo cuarenta. No soy vieja, claro, pero ya no soy la misma. Hay días en los que mi cuerpo pide tregua, en los que la energía no me alcanza para todo lo que quisiera hacer. Sin embargo, hay algo que sí creció con los años: la profundidad. Una hondura que no se mide por la cantidad de actividades, sino por la calidad de la entrega.
He descubierto que el tiempo no solo pasa, también transforma. Aquella joven enérgica, viva e impulsiva que ingresó a la congregación sigue viva en mí, pero ha sido moldeada. No se apagaron los deseos, solo cambiaron de forma. Antes soñaba con hacer grandes cosas; ahora deseo ser un instrumento fiel. Antes pensaba en proyectos; hoy busco presencia. Antes hablaba mucho; ahora intento escuchar, callar, contemplar.
En este camino de encuentro con Dios también he ido sanando. Con amor paciente y fiel, Él ha tocado los lugares heridos de mi historia, suavizando lo que dolía y trayendo luz donde antes había confusión o miedo. Como dice el libro de la Sabiduría: "Los que confían en él comprenderán la verdad; y los fieles permanecerán junto a él con amor, porque la gracia y la misericordia son para sus elegidos" (Sab 3, 9). La oración, la vida comunitaria, los vínculos sanos y los años de fidelidad cotidiana han sido bálsamos que me han hecho más libre.
"Una de las mayores bendiciones de esta vida consagrada ha sido la amistad. En medio de una vida entregada a muchos, hay vínculos que se vuelven hogar, que sostienen en las noches oscuras y celebran en los días de luz": Hna. Adriana Pérez
Esa libertad nueva me ha permitido acercarme a los demás con más compasión, con menos juicio y con la certeza de que el dolor compartido puede convertirse en un camino de gracia. Me he encontrado acompañando a otros en sus búsquedas, luchas, y quiebres. Y en ese gesto de estar, de abrazar sin respuestas, he aprendido que sanar no siempre es resolver, sino sostener, consolar, confiar. No hay palabras mágicas, pero sí presencias que curan.
Mi oración también ha cambiado: ya no es una lista de intenciones ni largos discursos interiores. Es, sobre todo, estar, volver al silencio y respirar con Dios. Muchas veces me he sentado en la capilla sin palabras, con el corazón entreabierto. Y he descubierto que en ese silencio habita una presencia que no exige, que simplemente es y sostiene.
Una de las mayores bendiciones de esta vida consagrada ha sido la amistad. En medio de una vida entregada a muchos, hay vínculos que se vuelven hogar, que sostienen en las noches oscuras y celebran en los días de luz.
Yo tuve la gracia de vivir una de esas amistades: honda, leal, compañera de caminos y proyectos. Pensé que caminaríamos juntas muchos años más… pero el año pasado me tocó despedirla. Fue una pérdida muy dolorosa, pero también profundamente esperanzadora. "Donde vos vayas, iré yo; donde vivas, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios, mi Dios" (Rut 1,16). Y aunque ya no está físicamente conmigo, sé que su vida sigue dando fruto, y que volveremos a encontrarnos en el amor de Dios.
El tiempo también nos acerca más a nuestra humanidad. De jóvenes, a veces nos creemos invencibles. Con los años, la fragilidad se vuelve nuestra compañera. Nos cansamos con mayor facilidad. Aceptamos que no todo depende de nuestro esfuerzo. Aprendemos a soltar, a dejar que Dios sea Dios. Aprendemos a descansar en Él, no como una excusa, sino como un acto de fe.
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También he aprendido a mirar con ternura mi historia. Agradezco lo que fui y abrazo lo que hoy soy porque cada etapa tiene su gracia, su forma de dar fruto. El fervor del comienzo es un don, pero también lo es esta madurez que me permite ver más allá de lo inmediato. Ahora intento discernir lo que realmente importa. Este tiempo —con todo lo que tiene y lo que no— también es tierra sagrada.
Cada herida sanada en mí me ha preparado para acompañar a otras. No como quien tiene todas las respuestas, sino como quien conoce el dolor y sabe esperar. El Señor se vale de nuestra propia fragilidad para tocar otras vidas. A veces no se trata de hacer grandes cosas, sino de estar, de mirar con ternura, de ofrecer un espacio donde el otro pueda simplemente ser.
El tiempo no es enemigo. Es espacio de revelación. Es tierra donde Dios siembra y cosecha, donde madura nuestra entrega y se afina el oído del corazón. Con los años vamos entendiendo que no es tan importante cuánto se hace, sino cómo se ama. Y ese 'cómo' se va afinando, haciéndose más hondo, más verdadero.
Hoy doy gracias por lo que fui, por lo que soy y por lo que seré. Cada día, aunque distinto, sigue siendo una oportunidad de entrega. Aun cuando me falten las fuerzas, el corazón sigue latiendo por el Reino. Cada lágrima, cada amistad, cada paso, cada pérdida, tiene su lugar en el amor de Dios. Al final del día, lo que permanece es el amor, ese que crece incluso en la fragilidad y que no depende de nuestras capacidades, sino de la fidelidad de Dios.