
Una imagen de un rostro —que se cree es el de Jesús— apareció en una hostia eucarística en la aldea de Vilakkannur, en la India, en 2013. (Foto: Lismy Parayil)

El 15 de noviembre de 2013, en Vilakkannur, una pequeña aldea del estado de Kerala, en la India, ocurrió algo extraordinario durante la celebración de la Sagrada Eucaristía. El sacerdote que celebraba notó una manchita negra en la hostia consagrada. Momentos después, apareció un rostro humano en ella.
Sorprendido, llamó al sacristán, quien también pudo ver lo mismo: la imagen de un rostro, que muchos creen que es el de Jesús, apareció en la hostia. Los fieles, sin darse cuenta de lo que pasaba, pensaron que el sacerdote estaba sufriendo algún malestar y que había pedido ayuda.
Después de la misa, el sacerdote contó lo sucedido y la noticia se difundió rápidamente. Miles de personas llegaron para ver lo que muchos llamaron un milagro.
Como todo lo relacionado con la fe requiere permiso del Vaticano para su veneración pública, la hostia fue retirada de la parroquia y puesta en un lugar seguro, y luego se sometió a análisis científicos.
Este año, el Vaticano reconoció oficialmente este hecho como un milagro eucarístico y autorizó su veneración pública.
El sacerdote que vivió esta experiencia se preguntaba: “¿Por qué yo? ¿Por qué Vilakkannur?”, una aldea pequeñísima en la diócesis. Quizá la única respuesta es que los caminos de Dios son misteriosos y no podemos entenderlos. Dios, que quiso quedarse con nosotros en la humilde forma de pan y vino, no necesita un lugar grande o espectacular para hacerse presente.
Muchos consideran este suceso un milagro, aunque otros dicen que cada misa en sí misma lo es. Desde un punto de vista teológico, no siempre una imagen extraña es necesariamente un milagro eucarístico.
Pero para la gente sencilla, es un signo claro: Dios se muestra en el pan consagrado para todos nosotros.
La Eucaristía es fundamental para la vida católica; es el mayor milagro que podemos vivir en la Tierra, el recuerdo vivo de la Última Cena de Jesús. En cada misa, Jesús se nos ofrece en cuerpo y sangre, regalándonos vida a quienes lo reciben con fe.
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Pero la pregunta más importante es: ¿realmente veo el rostro de Cristo en el pan que recibo? ¿Verdaderamente siento su presencia viva en cada misa a la que voy?
Más allá de debates epistemológicos y teológicos, este milagro en Vilakkannur más que un momento de asombro es una invitación. Nos llama a reconocer el rostro de Jesús no solo en la hostia, sino también en las personas que nos rodean. Así como miramos su rostro con reverencia en la Eucaristía, deberíamos mirar a los demás con ojos de amor, compasión y misericordia.
La imagen de Jesús en esa hostia en Vilakkanur parece decirnos: “Mírenme en sus hermanos y hermanas. Trátenlos como a mí”.
Cuando era niña, mi hermano me insistía mucho para que fuera a misa todos los días. Para mí, siendo niña, era difícil, aunque la iglesia quedaba a menos de un kilómetro. Con el tiempo entendí que fue uno de los mejores regalos que me hizo. Allí nació mi amor por la fe y lo religioso. Agradezco esa pequeña lucha que me ayudó a valorar la Eucaristía.
Aunque ahora voy a misa regularmente —a veces más por costumbre que por otra cosa—, hace poco entendí su verdadero valor. Tengo una amiga más joven que habla con pasión sobre su experiencia con Jesús en la Eucaristía. Ella no tiene formación teológica ni viene de familia religiosa, pero dice que todo lo bueno en su vida se lo debe a su participación en la Eucaristía.
Una vez, intentando llegar a misa a pesar de su trabajo, perdió el autobús. Muy a su pesar, el siguiente autobús también fue cancelado, así que solo podía llegar justo para la bendición final o perderse la misa. No lo pensó y corrió una hora para llegar hasta la iglesia.
Para su sorpresa, llegó justo a tiempo para el himno de entrada. ¡Es increíble cómo Dios se hace presente!
Dios se muestra a los sencillos y a los de corazón humilde. Este milagro eucarístico no se comprende con la lógica, sino con fe, con un corazón abierto que sabe mirar más allá.

Este año, el Vaticano reconoció oficialmente la imagen en la hostia de Vilakkannur, India, como milagro eucarístico y autorizó su veneración pública. (Foto: Lismy Parayil)
Cada Eucaristía es una experiencia del cenáculo. Estamos invitados a encontrarnos con ese joven —Jesús— que compartió su último mensaje de amor y se partió a sí mismo como señal suprema de ese amor. La Eucaristía es nuestra dosis diaria de energía, la respuesta a todas nuestras luchas.
Uno de mis primeros recuerdos sobre la importancia de la Eucaristía viene de la hermana que nos preparó para la primera comunión. Ella nos dijo: "Si quieren pedirle un favor a Jesús, el mejor momento es después de recibir la comunión". Esas palabras se me quedaron grabadas y me ayudan cada vez que las recuerdo.
Jesús, verdaderamente presente en forma de pan y vino —su cuerpo y sangre—, me recuerda la virtud de la humildad. A diferencia del Dios poderoso del Antiguo Testamento, que se manifestaba en nubes y fuego, Él eligió quedarse con nosotros en algo tan sencillo como el alimento. ¡Qué grande es nuestro Dios, que se hace pequeño por amor!
Esa presencia real también me desafía: "¿Soy yo fuente de alimento y fortaleza para mis hermanos y hermanas? ¿Estoy dispuesta a entregarme y ser quebrantada por los demás?".
Cada vez que recibo el cuerpo y la sangre de Cristo, siento en mi corazón su invitación: "Haz con los demás lo que yo he hecho contigo". Es una llamada a darme con generosidad y amor. Sé que aún me falta mucho para vivir esa humildad plenamente, pero quiero seguir aprendiendo.
Los tres domingos después de Pentecostés tienen un significado especial. Celebramos ahí el amor inmenso de Jesús de manera particular. La Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo nos recuerda que, incluso después de su ascensión al cielo, él permanece con nosotros de forma tangible y real.
Creemos en un Dios que vive en nosotros y con nosotros. Está presente en cada Eucaristía, en cada sagrario y en cada corazón que lo recibe.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente en inglés el 20 de junio de 2025.