
(Foto: Unsplash/Sasha Freemind)
Hace unos meses escribí una columna titulada Cuando la tristeza me envuelva, no tardes Señor, en un momento difícil en el que me sentía mal, física y emocionalmente. Por supuesto, todo ello repercutía en mi vida espiritual.
En ese escrito expresaba una angustia que me hacía pedirle a Dios que no tardara en manifestarse, y que yo le pudiera reconocer.
Han pasado varios meses y vuelvo a ser yo. En este regreso, hay cosas que han cobrado sentido y quiero nombrarlas.
Toda crisis tiene siempre una segunda parte, porque si crisis significa crecimiento, también supone un tiempo de cambio, de desinstalación, de confusión y dolor. Eso siempre.
Sin embargo, de ahí nace algo nuevo, resurge. La vida resurge, sí o sí, y con ella vuelven las ganas de entregarse con más convencimiento —incluso más que antes— a aquello por lo que optamos, quizá hace mucho tiempo, y que ha ido tomando forma y transformándonos con el paso de los años.
Eso es lo que he ido experimentando en los primeros meses de 2025, después de una caída paulatina hacia finales del 2024.
Al decidir no tomar antidepresivos —por una experiencia en el pasado de la que me costó mucho salir— y optar por la medicina alternativa, me di cuenta de una diferencia importante en los diagnóstico: la depresión, tanto si es exógena como endógena, suele tratarse de la misma manera, con antidepresivos. Y hay que esperar al menos dos semanas para saber si esa medicación funciona o si es necesario cambiar a otra.
"Creo que es importante saber diferenciar, en nuestra vida consagrada, las crisis vocacionales de los problemas de salud mental, del tipo que sean. (...) La salud mental está totalmente ligada a la salud física": Hna. Carmen Notario
La medicina alternativa, en cambio, no me diagnosticó una depresión, sino un bloqueo emocional, que es lo que yo sentía, y no era la primera vez que me pasaba. Algunas personas del mundo de la medicina convencional me miraban de manera condescendiente. "Bueno, sí, para el caso, es lo mismo”, me decían.
Pero para mí no era lo mismo. Ese bloqueo me lo había provocado yo misma, cansada de tanta dificultad en el camino, de tanta negativa por parte de personas e instituciones y de circunstancias adversas.
¿Por qué cuento todo esto? Porque creo que es importante saber diferenciar, en nuestra vida consagrada, las crisis vocacionales de los problemas de salud mental, del tipo que sean. Y porque, además, la salud mental está totalmente ligada a la salud física.
Necesitamos tener salud física, mental y también espiritual si queremos vivir en plenitud y acompañar a otras personas en su camino. Confundir un tipo de salud con otro, o prestar atención a un aspecto e ignorar el otro, puede jugarnos muy malas pasadas.
La tendencia en la vida consagrada, hasta hace muy poco tiempo, era considerar que lo más importante era la salud espiritual y que a esta se podía llegar por 'fuerza de voluntad'. Todo lo demás —la falta de salud física o mental— se consideraban impedimentos para vivir la vocación. En la mayoría de los casos, si no se encontraba una solución, se enviaba a la persona de vuelta a casa.
El tratamiento que estoy siguiendo desde principios de año tiene un alto componente de vitaminas y medicamentos que me han ayudado al desbloqueo emocional. Cuando una persona intenta por sí misma o con ayuda profesional, esclarecer el motivo de su crisis, puede llegar a conclusiones válidas: la necesidad de cambiar algunas actitudes, o quizá escarbar en acontecimientos del pasado que necesitan ser revisitados.
La clave está en no cargar en un solo aspecto de nuestra salud todo el peso de nuestro malestar. De algo nos tiene que servir haber llegado a la conclusión relativamente reciente de que somos una sola persona y, por tanto, no podemos desvincular lo físico de lo psíquico ni tampoco de lo espiritual.
Mucho más difícil lo tuvieron las mujeres —y también los hombres— del Nuevo Testamento; no hablemos de los del Antiguo. Pero es necesario reconocer que, sobre todo, las mujeres cargaron con lo más pesado.
El Evangelio de Lucas nos deja entrever que las mujeres eran vistas como más propensas a ser poseídas por espíritus. En algunas ocasiones, eran liberadas de espíritus malignos que las atormentaban.
Una de ellas es María Magdalena. Lucas dice: "Lo acompañaban los Doce y algunas mujeres curadas de malos espíritus y enfermedades: María, la llamada Magdalena de la que habían salido siete demonios (Lc 8, 1-2). … y otras muchas que les ayudaban con sus bienes" (8, 3b).
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Algunos exégetas nos dicen que la posesión era una forma de protesta utilizada por hombres y mujeres ante las injusticias y opresiones que vivían en los ámbitos sociales y religiosos. Como no se les consideraba responsables de su estado —porque estaban poseídas— se les permitían ciertas conductas transgresoras. Aunque, ciertamente, el pago era muy alto. Más aún si eran mujeres.
La reintegración social de María Magdalena y de otras mujeres, gracias a la devolución de la salud, les posibilita incorporarse a un nuevo grupo. Lo interesante es que ese nuevo estado de salud es permanente.
Me llama la atención ese detalle: no se trata de una curación como la de una enfermedad física, que puede volver a aparecer. Es una sanación profunda, que toca la identidad misma, como personas, como mujeres de su tiempo, con todos los condicionantes que ello implicaba.
¿Qué experimentan esas mujeres cuando son liberadas de la opresión? ¿Cómo viven y expanden el Reino al acompañar a Jesús por el camino?
Creo que experimentarían una autoridad interior, como la que vivía Jesús, más allá de lo que pensaran o dijeran los maestros de la Ley, los opresores —judíos o romanos— el pueblo en general y, por supuesto, los discípulos varones.
Esa autoridad no es un cargo, es fruto del descubrimiento de su identidad como hijas, y con ello lograron una recuperación de la salud física, mental y espiritual al no estar sometida a nada ni a nadie.
Hoy puedo decir que también yo he sido liberada de algunos 'malos espíritus': del peso de mis exigencias, de la mirada de los demás, de la sensación de fracaso, de la idea de que para vivir mi vocación tenía que estar siempre bien.
Como María Magdalena, me he sentido tocada en lo más profundo. No para volver a ser como antes, sino para ser más verdaderamente yo.
No ha sido una sanación mágica, ni definitiva. Es un proceso continuo, pero algo se ha reordenado: mi cuerpo está más en paz, mi mente más clara, mi espíritu más disponible.
Sigo reconociendo en mí esa autoridad interior de la que hablaba antes. No es poder, no es reconocimiento. Es la certeza de ser hija. De ser amada, incluso en mi vulnerabilidad. De estar llamada también desde mis heridas. De poder seguir caminando, aun con miedo, pero con verdad. Es la certeza de que no camino sola.
Han pasado varios meses y sí, vuelvo a ser yo. Soy la que ha atravesado la noche y se ha dejado tocar. Soy hija, y desde ahí puedo volver a empezar.