
(Foto: Pixabay/Joshua Hoehne)

Hace poco murió mi abuela. Tenía 93 años y una vida vivida a plenitud. Contar su fallecimiento a amigas, hermanas y colegas me dejó el corazón revuelto. Había tristeza, sí, pero también una profunda gratitud por haberla tenido durante mis casi cuatro décadas de edad.
Una compañera me dio el pésame y me compartió la reacción de su hija adolescente: "¿La hermana todavía tenía abuela?", preguntó, entre sorprendida y admirada. Lo mismo pasó con algunas hermanas de mi comunidad. Varias hermanas me comentaron lo afortunada que fui de tenerla tanto tiempo en mi vida. Una incluso pensó que había cometido un error en la nota de fallecimiento que compartí y me envió su pésame por la muerte de mi mamá, que gracias a Dios sigue con vida.
Viajando de regreso a Boston, después del funeral, leía los mensajes que me habían mandado. En eso sonó mi celular: una amiga cercana me escribió. Me decía que estaba conmigo, que contaba con su cariño y me ofrecía su apoyo en todo lo que pudiera necesitar.
Pero lo que más me conmovió fue cómo terminó su mensaje: "Me alegra que mi hija, Susanna Joan, tenga otra gran Joan como ejemplo. Ojalá algún día le cuentes sobre tu abuela".
"Al celebrar la Asunción, no ponemos a María en un lugar inalcanzable. Al contrario: recordamos que nuestros propios cuerpos también son signos de la gracia que habita en nuestra vida cotidiana": Hna. Colleen Gibson
Al final del mensaje venía una foto. En la pantalla me miraba una bebé de dos meses, con esos ojitos brillantes y nariz chiquita que solo los recién nacidos tienen. Me pareció que me miraba como queriendo entender lo bueno y lo justo del mundo. Y yo pensaba en el amor de su mamá, mi amiga, que la llevó en el vientre durante nueve meses y hoy la sostiene con ternura infinita, como un don de Dios. Pensaba en mi abuela, que unas semanas antes me había tomado de la mano al rezar mientras se enfrentaba a los últimos días de su vida, una vida tan llena de amor vibrante y fe inquebrantable.
En ese momento pensé en la bendición tan grande de estos cuerpos que habitamos, en el poder que poseen, y en el profundo amor que encarnan independientemente de la etapa de la vida en la que nos encontremos. Nuestros cuerpos, con todo lo que traen consigo, son una bendición. Y las vidas que vivimos en ellos, también.
En la fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen María celebramos la entrada en el cielo de María, la madre de Dios. Al ser elevada con todo su cuerpo, la dormición de María parecería tener poco que ver con la bienaventuranza de nuestros propios cuerpos. Sin embargo, al recordar a mi abuela y pensar en las personas que me han llamado a la plenitud de la vida en Dios, he llegado a ver la Asunción de una manera muy diferente.
La Asunción de María nos asegura que, en virtud de nuestro ser plenamente humano, encontramos nuestro hogar en la humanidad de Cristo y la esperanza en el don de tal unión. Como escribió el papa Pablo VI en su exhortación apostólica Marialis Cultus, la Asunción "es una fiesta del destino de plenitud y bienaventuranza [de María]... una fiesta que pone ante los ojos de la Iglesia y de toda la humanidad la imagen y la prueba consoladora del cumplimiento de su esperanza última, a saber que esta glorificación plena es el destino de todos aquellos a quienes Cristo ha hecho sus hermanos, teniendo 'carne y sangre en común con ellos' (Heb 2, 14; cf. Gal 4, 4)".

(Foto: Pixabay/MemoryCatcher)
Así, al celebrar la Asunción, no ponemos a María en un lugar inalcanzable. Al contrario: recordamos que nuestros propios cuerpos también son signos de la gracia que habita en nuestra vida cotidiana. Como ella, nuestra hermana, también nosotras llevamos en el corazón, y en el cuerpo, la capacidad de dar vida al amor de Dios en el mundo.
María vivió su vocación de una forma única. Ella respondió desde su propio tiempo y lugar. No se propuso convertirse en un icono ni en un arquetipo; simplemente quiso ser fiel a la voz de Dios.
Aunque sea tentador pensar que, por su naturaleza sin pecado, su vida fue fácil, en realidad no fue así. Como Elizabeth Johnson, CSJ, lo expresa tan acertadamente en su obra clásica Truly Our Sister (Verdaderamente nuestra hermana): "Al contrario, como cualquier ser humano, como cualquier mujer, ella es ante todo ella misma". Al abrazar esa plenitud de ser, descubrimos en María a una amiga y madre que puede caminar a nuestro lado en el camino de la vida.
Advertisement
Su capacidad de creer en la promesa de Dios de hacerse presente en un mundo herido, como predica Catherine Mooney, sigue siendo una invitación vigente. Esa invitación se nos presenta en la oración, en los mensajes de texto, en quienes nos ayudan cuando más lo necesitamos
Es el recordatorio de que somos hijas e hijos de Dios. Amadas. Bendecidas.
Celebrar la Asunción no es solo mirar al cielo, sino también mirar a nuestro alrededor.
Agradecer los cuerpos que tenemos y honrar los cuerpos de quienes amamos. Esta celebración nos llama a vivir de acuerdo con la bendición que hemos recibido, por lo cual no debemos olvidar nunca los cuerpos que el mundo prefiere ignorar: los de los niños en Gaza, los de las personas detenidas en la frontera, los de las familias que huyen de la guerra. También esos cuerpos son benditos. Suponer lo contrario o darles la espalda es pecado.
Caminando juntos hacia el cielo bendecimos el aquí y el ahora que habitamos. Esto fue lo que hizo María y es también la manera en que Dios nos llama a responder: abrazar, ante todo, la bendición que ya somos, y elegir, con cada paso, hacer presente su amor en el mundo a través de nuestra propia vida.