Luisa Mesina, una misionera Verbum Dei (segunda por la izquierda), junto a personas de Guiuan, Samar Oriental, en Filipinas, tras la devastación causada por el supertifón de noviembre de 2013. (Foto: cortesía Luisa Mesina)
En noviembre de 2013 un supertifón devastó por completo Guiuan, una ciudad de la provincia de Samar Oriental, en Filipinas. Recuerdo la experiencia como si hubiera sucedido ayer. Viajé allí una semana después de la tormenta, junto con dos compañeras misioneras Verbum Dei. ¡Se necesitaba mucho valor y amor por el pueblo de Dios para ir a un lugar que había sido destruido!
Nosotras fuimos a distribuir los bienes y la ayuda económica que habíamos recaudado. La tormenta había arrasado casas y edificios. Los cocoteros estaban derribados, las plantas arrancadas de raíz, las granjas piscícolas arrasadas y los barcos pesqueros reducidos a pedazos. Las iglesias estaban destrozadas. Los muebles de las casas se habían convertido en basura apilada en las calles. El suministro de agua era muy escaso. Todo simulaba una escena apocalíptica.
La gente se alojaba en centros de evacuación. Escuchamos las dolorosas historias de nuestros hermanos y hermanas, muchos de los cuales lloraban al compartir la pérdida de sus seres queridos, así como de sus casas, vehículos, ropa y otras posesiones por las que habían trabajado durante muchos años. Todavía recuerdo claramente la tristeza, la conmoción y el sufrimiento grabados en los rostros de la gente de Guiuan.
A pesar de todas estas pérdidas desgarradoras y de la destrucción, se nos concedió una experiencia única: celebrar una misa bajo una carpa. Muchas personas participaron, sentadas en el suelo. Me impactó profundamente verlos rezar con tanto fervor, sin duda gimiendo al Dios de la esperanza y la fuerza. Lo necesitaban para que les sostuviera en su pobreza y en su duelo por sus pérdidas.
Me invadió la compasión por ellos. Grité a Dios con ellos. Grité: "¡Ayúdalos, Señor! ¡Sustenta su esperanza! ¡Provéeles lo necesario!".
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Entonces, el celebrante levantó el pan y el cáliz y dijo:
"Tomen y coman todos de él, porque este es mi cuerpo, que será entregado por ustedes. Tomen y beban todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre, la sangre de la nueva y eterna alianza, que será derramada por ustedes y por muchos para el perdón de los pecados".
El celebrante elevó al mismo Cristo. ¡Cristo nuestro Salvador, había resucitado! Y con él llegaron la esperanza, la luz, la fuerza, la fe, el consuelo y el amor: bendiciones derramadas sobre la Tierra y sobre nosotros.
Entonces supe que la presencia de Dios allí no era solo una seguridad teológica, sino que era personal y real.
Durante la plegaria eucarística se nos pidió que eleváramos nuestros corazones. Respondimos: "Los elevamos al Señor". Pero en ese momento sentí lo pesado que estaba mi corazón. Estaba abrumada por los llantos, la tristeza, los dolores y los sufrimientos de la gente.
Entonces me di cuenta de que Dios me estaba invitando a llevar esos dolores y sufrimientos con él. Sola, me habría sentido abrumada. Pero no estamos destinadas a llevar nuestras cruces solas, las llevamos juntas. Ese diálogo con Jesús sostuvo mi corazón pesado y me llevó a una comunión más profunda con él.
La experiencia de empezar de la nada, de estar rodeada de devastación, solo podía ser sostenida por Dios, que se entrega a su pueblo. Pero me sentí acompañada por Jesús en la Eucaristía. Su presencia me sostuvo en mi entrega misionera al pueblo. Me había sentido impotente ante la devastación que estaba presenciando. Pero Jesús en la Eucaristía se convirtió en una expresión visible y tangible de su promesa: "Estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo". Él estaba allí. Estaba con nosotras en nuestro sufrimiento.
Una mujer se sienta bajo la sombra de una estatua rota de un ángel, ccerca de la catedral destruida en la ciudad costera de Guiuan, Filipinas, devastada por el tifón, el 19 de noviembre de 2013. (Foto: CNS/Reuters/Wolfgang Rattay)
La sensación de impotencia y pobreza nos llevó a valorar aún más la presencia de Dios, que está con nosotras. En lo más profundo de mi ser, sentí una fuerza interior que no era mía. Venía de Él. Esa fuerza me sostuvo —y a otros— para soportar con paciencia y esperanza los efectos del supertifón. Él me dio valor para acompañar a las personas en su sufrimiento.
Sabía, en lo más profundo de mi ser, que Dios está siempre presente y comprometido a sostener no solo al pueblo de Guiuan, sino a toda la creación, a través de su abundante entrega en la Eucaristía, en todo el mundo. Esto me llenó de esperanza y fuerza. Sabía que —por muy aplastantes o dolorosas que sean nuestras circunstancias humanas, por muy desgarradoras que sean las injusticias, las guerras, la corrupción, la violencia, la trata de personas, la pobreza o los abusos— no estamos solos.
Al servir a las personas que lo perdieron todo a causa del tifón, aprendí que Cristo nunca nos abandona. Él está con nosotros, tal y como prometió en Mateo 28, 20: "Estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo". Su entrega nos sostiene en todas las situaciones a las que nos enfrentamos. Nunca estamos solas. Él nos fortalece y nos acompaña.
Ese momento se convirtió en una luz para mi camino mientras vivía y vivo la misión. Ahora, sigo compartiendo la palabra de Dios y acompañando a otros en su crecimiento en la fe. Vivo la misión porque Jesús me sostiene.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente en inglés el 4 de septiembre de 2025.
