
La curación de los diez leprosos, acuarela de James Tissot, entre 1886 and 1894. (Foto: Wikimedia Commons/obra de dominio público)

Nota de la editora: Global Sisters Report en español presenta Al partir el pan, una serie de reflexiones dominicales que nos adentran al camino de Emaús.
«Al ir de camino a Jerusalén, atravesaba los confines de Samaría y Galilea; y, cuando iba a entrar en un pueblo, le salieron al paso diez leprosos que se detuvieron a distancia y le dijeron gritando: "Jesús, Maestro, ¡ten piedad de nosotros!". Al verlos, les dijo: "Vayan y preséntense a los sacerdotes". Y mientras iban quedaron limpios. Uno de ellos, al verse curado, se volvió glorificando a Dios a gritos, y fue a postrarse a sus pies dándole gracias. Y este era samaritano. Ante lo cual dijo Jesús: "¿No son diez los que han quedado limpios? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?".Y le dijo: "Levántate y vete; tu fe te ha salvado"» (Lc 17, 11-19).
Jesús va de camino a Jerusalén y en Samaría diez leprosos acuden a él gritando que tenga piedad de ellos. Ya Lucas nos había presentado antes la curación de un leproso (5, 12-16), pero aquí son diez quienes piden su curación.
La lepra en Israel, recordemos, es señal de un castigo divino por un pecado cometido por la persona que padece la enfermedad o por sus padres. Por ese motivo los diez deben ir gritando que son leprosos, para que nadie se les acerque, evitando que los demás queden impuros y no puedan ofrecer los sacrificios rituales en el Templo.
La teóloga Consuelo Vélez reflexiona sobre Lucas 17, 11-19 y señala que la fe se atestigua transformando realidades de injusticia, no cumpliendo normas. "Nos pide asumir un discipulado que no se quede en buenas intenciones", escribe
Pero este texto desconcierta porque los leprosos no van gritando que lo son, sino que piden a Jesús que tenga piedad de ellos. Es decir, se atreven a implorar su curación, mostrando, que reconocen en Jesús a alguien distinto en Israel, capaz de transformar su situación, a diferencia del rechazo que mostrarían todos los demás judíos frente a su enfermedad.
Efectivamente, Jesús los cura y les pide que vayan al sacerdote para que certifique su curación porque, en el contexto de la pureza ritual, es el sacerdote quien puede garantizar que se cumple esta exigencia.
A continuación viene lo importante del texto: solo el samaritano regresa donde Jesús para agradecerle por la curación y lo hace con gestos propios del discipulado: postrándose a sus pies y dándole gracias.
Una vez más, como también lo relató Lucas en la parábola del Buen Samaritano (Lc 10, 25-37), es un extranjero, rechazado por el pueblo de Israel, quien reconoce a Jesús. Con seguridad todos los demás eran judíos y, sin embargo, siguen de largo, como hicieron el sacerdote y el levita de aquella parábola.
Más aún, Jesús le dice a este samaritano que su fe le ha salvado; es decir, no es Jesús quien le concede el milagro, sino que es su propia fe la que ha hecho posible que cambie su situación. En ese sentido, este samaritano es testigo de cómo se vive íntegramente la fe.
Este Evangelio, por tanto, nos invita a ser testigos de la fe, pero no de palabras sino con obras. Nos pide asumir un discipulado que no se quede en buenas intenciones o en seguridades por el cumplimiento de normas o preceptos, sino que —gracias a la fe— se comprometa a transformar las situaciones que vivimos.
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