
'Círculo de Silencio' en Vigo, España. (Foto: cortesía Magda Bennasar)
¿Has visitado alguna ciudad musulmana? ¿Qué es lo que más te llamó la atención?
Hace algún tiempo, algunas hermanas viajamos a Turquía. Fue una sugerencia de nuestra comunidad: conocer la cultura musulmana por inmersión, como parte de un estudio sobre el impacto del silencio y la oración en la ciudad.
Estambul es un sueño tendido entre Europa y Asia, donde la religión aflora en todo: en la multiplicidad de hermosísimas mezquitas por doquier, en la arquitectura y decoración, en los gestos de las personas al saludarte, en el respeto con los alimentos, en la forma natural en que la religión se mezcla con la vida diaria
Pero si tengo que nombrar un aspecto que sigue bullendo en mí, aún después de tanto tiempo, es la llamada a la oración, el adan, la forma romanizada del árabe que significa 'oír'.
Son las 4:30 de la mañana. Algo me despierta. Es un sonido diferente: no es tráfico, no es gente pasando por la calle o en el pasillo del hotel, no es música. ¿Qué es? Es el cántico del almuecín —miembro de la mezquita responsable de la llamada— elevándose desde el minarete e invitando a la oración.
Hasta ahí, bien. Diferente, pero normal en una ciudad musulmana. Pero en Estambul hay unas tres mil mezquitas, y todas llaman a la oración al mismo tiempo.
"El silencio es una manera de permanecer en esa presencia que nos recuerda, en la ciudad y en el monasterio, la no violencia, la compasión, la solidaridad": Hna. Magda Bennásar

Una mujer musulmana reza en la Mezquita Azul, en Estambul, Turquía. (Foto: cortesía Magda Bennasar)
Cinco veces al día ¿Sabes lo que es eso? Solo recordarlo me recorre un escalofrío por dentro. Ese recuerdo, incluso ahora, me invita a orar.
Rezan al amanecer, al mediodía, a media tarde, al atardecer y por la noche. Es como un gran monasterio que se expande entre dos continentes. Un 20 % de la ciudad está en Europa y un 80 % en Asia, separados por el estrecho del Bósforo, que marca la frontera entre ambos continentes y divide la ciudad de Estambul.
Al cruzar el Bósforo a mediodía, llegaban las invitaciones con ese cántico que en sí ya te conduce a la oración. Y así a lo largo del día, todos los días, hasta que lo echas en falta y lo esperas a lo largo de las horas.
Me recuerda que cuando era pequeña, en España, la católica España, a mediodía tocaban las campanas de las iglesias para rezar el ángelus. Nuestros abuelos contaban que antes del boom turístico, la gente que trabajaba en el campo se detenía y rezaba. Había también campanas que anunciaban la Eucaristía.
Hoy vivimos pegados al móvil, al ordenador, a las prisas por llegar no sé muy bien a dónde. Y entre tanto, vamos perdiendo el sentido y el sabor de lo sagrado.
Nuestros hermanos y hermanas musulmanas nos enseñan el valor de la oración. En el aeropuerto, en los rincones de una estación, ves personas arrodilladas en su alfombrilla rezando, siempre mirando hacia La Meca.
Pero como personas occidentales, no siempre lo comprendemos ni lo valoramos. Es "cosa de ellos y ellas", personas que también llegaron a nuestras ciudades a trabajar y a quienes les cuesta integrarse en una sociedad tan secularizada y en una cultura tan diferente.
Entramos en una mezquita del centro de Estambul, con la cabeza cubierta y los pies descalzos. Enseguida, un hombre joven, amabilísimo y sonriente, se acercó y nos ofreció unos dulces típicos —las 'delicias turcas'— para que con esa dulzura acogiéramos su testimonio. Su entusiasmo y profundo conocimiento de su Dios, que es el mismo que el nuestro, me conmovieron. Reconozco, con profundo respeto, que viven en continua presencia de Dios, lo cual es envidiable.
Me fascina la experiencia de ese monasterio expandido por la ciudad, que invita a los veinte millones de habitantes a orar cinco veces al día y a tomar sus alimentos sin una gota de alcohol. Es una sobriedad que, si la comparo con nuestras culturas, resulta impactante.
Pero también en nuestra vieja Europa hay algo que me convence bastante. Y aunque no tiene el mismo impacto que el de una ciudad musulmana, posee una gran fuerza, es lo que llamamos los 'círculos de silencio' en las ciudades.
¿Qué son? Una acción no violenta, en solidaridad con las personas migrantes y de reivindicación de los derechos de todas las personas.
¿Cómo funcionan? La gente va llegando y se coloca de pie, en círculo, y poco a poco, con la ayuda de una música relajante, se va entrando en una actitud de silencio total: 20 minutos o lo que decida el grupo.
Normalmente alguna pancarta describe el motivo del evento: por ejemplo, la trata de personas. La pancarta se ubica de manera visible para que las personas que pasan puedan conocer el motivo de esa manifestación silenciosa en pleno centro de la ciudad, porque ahí es donde se ubican los círculos.
Hace unas semanas asistí al último que hicimos en el centro de Palma de Mallorca. Poco más de 30 personas, completamente concentradas, sin mirar a la gente, orando en silencio.
No se pueden imaginar la cantidad de gente que se acercó. Nos miraban, leían la pancarta, se quedaban un ratito… y seguían su camino. Yo, por el rabillo del ojo, observaba sus semblantes respetuosos y su silenciamiento progresivo en la medida que se acercaban al círculo.
Impacta. No hay palabras. No hay intentos de convencer a nadie. El silencio es más elocuente que muchas palabras. Es una manifestación no violenta.
La iniciativa de estos círculos nació en Toulouse, Francia, en 2007, de la mano de los hermanos franciscanos.
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Hace unos años viví en Lovaina, y también ahí hacíamos el círculo en pleno centro de la ciudad, donde viven más de 60 000 estudiantes. ¿Se imaginan el impacto? Pasaban en bici y caminando a la hora del almuerzo, nos miraban, leían, seguían. Al final preguntaban sobre el evento y el porqué del silencio. Era una gran oportunidad para compartir. Normalmente lo valoraban y daban su opinión sobre la violencia y la necesidad de la no violencia.
Ese silencio que toma fuerza en medio de la ciudad, me recuerda también otros lugares donde la oración marca el ritmo del día. Así como en las ciudades musulmanas resuena el adan, también en nuestros monasterios los monjes y monjas rezan cinco veces al día. Desde el amanecer hasta la noche cerrada, sus cantos en comunidad y sus rezos por la paz acompañan la jornada.
El silencio es una manera de permanecer en esa presencia que nos recuerda, en la ciudad y en el monasterio, la no violencia, la compasión, la solidaridad.
A mí me encanta la idea de sembrar nuestras ciudades y pueblos de 'círculos de silencio', para que una vez al mes digamos a las personas, pero sin palabras, cuánto valen nuestras hermanas y hermanos que sufren.
Eso tiene el silencio: lo dice todo.
Te animo a que lo intentes en tu ciudad. Es una manera de humanizarla, de respetar abiertamente las diferentes ideologías, de abrir espacio al amor.
Porque al silencio solo le interesa el amor.
¿Te imaginas sembrar Estados Unidos y América Latina de 'círculos de silencio'?
Es un sueño que empieza de pie, en silencio, con el corazón abierto.